Ratatouille es más que un estofado de hortalizas, es también una gran película de dibujos animados. En una escena icónica, el severo crítico culinario Anton Ego se dispone a probar el famoso platillo francés. Cuando percibe los sabores, se transporta a su infancia; su madre le daba el mismo plato. Se trata de una de las mejores escenas jamás creadas, en las que existe un héroe desconocido, aun para la propia cinta en la que no consideraron necesario señalar que lo que provoca el sabor y la retrospección del personaje es la nariz, más que el paladar.
Sin el olfato gran parte de lo que percibimos de la vida estaría trunco. La capacidad olfativa es la puerta a un universo de símbolos y significados que ha servido al ser humano para sobrevivir desde los tiempos más remotos. Una de las lecciones que nos está dejando el embate del SARS-CoV-2 es que además de ser invisible (no nos sirve el sentido de la vista para defendernos) y asintomático en algunos organismos, en otras personas provoca anosmia, la pérdida temporal del olfato. Estamos ante un formidable enemigo que elimina parte de nuestras defensas, de alguna forma mutila nuestra capacidad sensorial. Mucho tendrá que decir la ciencia sobre este proceso en el que un ente microscópico es como un agresivo jugador de ajedrez, va minando nuestra posición en el tablero.
La capacidad olfativa de los humanos es limitada. Lo más cerca que estamos de una nariz refinada es un perro. El potencial canino para leer la realidad a través de las fosas nasales explica una dimensión desconocida para la mayoría de las personas, quienes binariamente hablamos de que algo huele bien o huele mal. Algunos individuos, sin embargo, están más cerca del mejor amigo del hombre, son capaces de detectar aromas que luego asocian a conductas y estados de ánimo, con la claridad de alguien que es capaz de confesar a los demás por sus emanaciones. La modernidad ha hecho de este gran detective que es el olfato, algo anecdótico. Nuestros antepasados prehistóricos pegaban su nariz a una sustancia desconocida para intuir si era comestible, nosotros leemos etiquetas en un supermercado. No sólo no hemos desarrollado el olfato, lo hemos atrofiado.
Hasta hoy, el mundo de las feromonas está más asociado (en el imaginario popular) a los horóscopos y esoterismo que a la ciencia. El universo que entra por la nariz está desligado de nuestra conversación habitual. Conoces a alguien y en casa no te preguntan “¿y a qué huele?”; escribes un curriculum vitae y no mencionas tus aromas favoritos. No nos aproximamos al prójimo para decirle “nada más quiero olerte”. Está comprobado que, así como los animales pueden percibir a través de la nariz, otras criaturas despiden olores específicos, también las enfermedades, emociones y, quién sabe, las conductas. De forma por demás explicable, la sospecha humana tiene una expresión nasal: “esto no me huele bien”.
Patrick Süskind escribió El perfume, una novela memorable, de una gama olfativa que transporta al lector por los hedores de los mercados parisinos del siglo XVIII, impregnados de chinches, vómito, orines y excremento, tufo insoportable de las axilas humanas, sangre de animales y hasta sebo de los cabellos. No es casual que aquella ciudad se asocie con la cuna de la perfumería, un esfuerzo por suplantar pestilencias. Süskind también fue capaz de llevar al lector, de la mano de la prodigiosa nariz de Grenouille, por deliciosos y adictivos aromas a sándalo, nenúfares, albaricoques, secretas mezclas de violetas, almizcle, algalia y castóreo, con los que la nobleza francesa perfumaba sus carnes, vestidos y pelucas y, por qué no, hasta sus actos y presencias en lugares sospechosos.
Cuando huelo pinturas de óleo en una paleta, dejo de ver los colores, mi cerebro me convierte en ese niño que entraba al estudio de su abuelo materno para verlo pintar un retrato. No está lejos, quizá, que así como tenemos lentes para ver mejor o amplificadores de audición, podamos agrandar nuestro mundo olfativo con un prodigio tecnológico, y logremos, como los animales, “ver” a través de las puertas, huir de lo que nos amenaza o aproximarnos a lo que nos gusta. Por lo pronto, agradezcamos al Covid-19, nos ha recordado que caminamos por el mundo con la nariz por delante.