Es una forma de simplificar los estereotipos nacionales: alguien cuestiona cuánto cuesta educar a un mexicano. La respuesta, dice, son “los seis dólares que cobran en la garita de entrada a Estados Unidos”. Luego retrata a un individuo que en territorio norteamericano extrañamente modera su velocidad al conducir, no tira basura en la calle, frena ante una señal de “Alto”. ¿Qué fuerza misteriosa induce el milagro? ¡El sistema cultural de otro país!
Hace unos días vimos este cambio de comportamiento en un compatriota. En México no usa cubrebocas, bastó que estuviera bajo jurisdicción extranjera para que lo usara.
Arrastramos una longeva tradición de desprecio a la ley. Contrario a la concepción estadounidense de que su país es land of the free, es en México donde se vive la libertad de manipular las reglas. Nuestro código cultural (otra forma de llamarle a nuestra forma cotidiana de ser) fomenta y replica comportamientos rebeldes, hace de la ley una sugerencia, a diferencia de la sociedad norteamericana, acostumbrada a vivir con límites coercitivos, en cualquier ámbito de vida, al punto de que muchos mexicanos lo consideran “exagerado”. Véase, por ejemplo, el que una alberca tenga una capacidad de ocupación; cualquier balneario mexicano reta las leyes de la materia, dos átomos sí pueden ocupar el mismo espacio. No extraña que los spring breakers se revienten en México, el país ofrece la posibilidad de transgredir, sin consecuencias.
En una de las postales que marcarán el tiempo de pandemia en México, el subsecretario de Salud Hugo López-Gatell creó su propio fantasma: “la fuerza del Presidente es moral, no de contagio”, dijo. Al supeditar un interés político sobre la ciencia, tan propio de los regímenes políticos en México, López-Gatell y sus superiores han puesto en riesgo a millones de mexicanos por no ser enfáticos y oportunos para establecer el uso de cubrebocas como una forma de paliar el contagio.
La Organización Mundial de la Salud dice: “El uso de mascarillas debe formar parte de una estrategia integral que incluya medidas destinadas a eliminar la transmisión y salvar vidas…” y, si bien reconoce las limitaciones de esta medida, apunta: “la OMS recomienda a los gobiernos que fomenten la utilización de mascarillas higiénicas de tela por la población en general…”.
López-Gatell atina en algo: el Presidente tiene fuerza moral. AMLO no sólo es seguido por multitudes, es querido, admirado y venerado como en otras culturas se escucha y obedece a un ayatollah o a un pastor religioso. Este culto a su personalidad le da una enorme “fuerza de contagio”, para que a través de su palabra, y sobre todo de sus acciones, la población lo imite. En este sentido, teniendo la posibilidad de influir positivamente en tantas personas, durante un momento tan delicado como la pandemia, es muy lamentable (otros le han llamado criminal) el que no use cubrebocas durante actos públicos en los que está en proximidad con otras personas, menospreciando la situación, el virus, la enfermedad y exponiéndose él mismo, lo que equivale a exponer al Estado mexicano.
Es más lamentable la omisión presidencial, pues, siendo un modelo a seguir para millones de personas, reafirma el desprecio por la autoridad y las normas sociales, que caracterizan al mexicano. En gran medida la descomposición social que tenemos se debe a los modelos que inspiran conductas delictivas o al menos, adversas al interés social. Su justificación, de que las autoridades de la Secretaría de Salud le han dicho que no necesita el cubrebocas, muestra un lado egoísta de su personalidad; suponiendo que así fuera, debería poner el ejemplo a sus millones de seguidores al promover una acción que si bien no es infalible, ha demostrado disminuir las probabilidades de contagio.
La actuación del gobierno de México está en entredicho. La terquedad ante una medida de bajo costo y alto impacto, como es el uso de cubrebocas, pone de manifiesto que tenemos un liderazgo que, a pesar de su enorme legitimidad, desprecia el conocimiento científico, es supersticioso, manipulador y toma malas decisiones. La influencia y poder del Presidente podrían inclinar la balanza para bien, si él quiere; esa es la fuerza y la vulnerabilidad que genera el contagio moral.