Conocí a Les Luthiers por la siempre lúcida charla de David Konzevik, cuyas disertaciones fueron más que una presentación, fueron una iniciación a la trayectoria de un fenómeno excéntrico en nuestro tiempo: el humor inteligente acompañado de talento musical que se convierte en éxito de taquilla, referente de varias generaciones, en varios países de habla hispana.
Todo culto tiene un mito fundacional. Es 1965, en Tucumán (cuna de Tomás Eloy Martínez, César Pelli, el propio Konzevik), un pequeño grupo de muchachos pertenecientes al coro de la Universidad de Buenos Aires, a modo de divertimiento, deciden presentar un espectáculo cómico musical en el que parodian una cantata barroca inspirada en Johann Sebastian Bach, para la que usan instrumentos musicales nunca vistos, construidos por ellos mismos, a la que añadirán un toque de genialidad: la letra es el contenido de un folleto que anunciaba un laxante de aquellos años. Así, con Cantata Modatón, de Gerardo Masana (a la postre fundador de Les Luthiers) nace un espectáculo que fue muy aplaudido, tanto que les pidieron replicarlo, ahora en una importante sala de Buenos Aires. Dos años después tomarían el nombre de Les Luthiers.
El lutier es un hacedor de instrumentos musicales, originalmente asociado a las cuerdas del medioevo. Es pues, un artista del oído y de la inteligencia. Con justicia el grupo lleva el nombre pues han creado una gran variedad de especies instrumentales que usan durante sus presentaciones, donde conjugan técnica e ingenio. Estos instrumentos son una parodia de otros, algunos más son producto de la reconversión de objetos cotidianos y otros, los más extraños, producen timbres o sonidos insólitos. Sus nombres son motivo de asombro: “Barríltono”, producto de la reconversión de un barril; el “Nomeolbidet”, que mezcla el mueble de baño con un antiguo instrumento medieval accionado con una manivela; el “Bolarmonio”, pelotas dispuestas a modo de teclado donde el intérprete ha de producir escalas, acordes, vibratos y trinos mientras presiona las pelotas.
Les Luthiers es claramente un movimiento deformador (hay algo en la destrucción que nos atrae). Deforman los instrumentos musicales formales y deforman el lenguaje; al destruir, construyen. Su humor verbal es rico en insinuaciones, doble sentido, alegorías, silencios oportunos, onomatopeyas hilarantes y una basta creación de neologismos capaces de provocar al más serio de la audiencia. Un diccionario es posible a partir de esta destrucción creativa: “Amorroidal” es la relación amor-odio, “Fusilánime” es la persona que tiene miedo a que lo fusilen, “Hematopeya” es una aventura con vampiros, “Hindudables” son verdades hindúes de las que no hay duda. El rompimiento de las formas requiere que el público conozca el objeto que se modifica o el hecho que se relata, quizá en esto radica el humor culto del grupo, de otra forma no podríamos reír tanto al escuchar la “Cumbia epistemológica”, el “Aria agraria (tarareo conceptual)”, o el “Día del final (exorcismo sinfónico coral)” instrumentado, por cierto, con una “exorcítara”.
También se trata de un culto. Un lugar, un referente al que se acude con fervor para recrear el rito y el asombro, en el que el celebrante es capaz de usar objetos icónicos para crear significados en complicidad con la audiencia. Cambia el oficiante, el rito permanece. Es la descripción de una misa, también de una de las sesiones de Les Luthiers.
Esta columna no existiría sin la provocación de un argentino, mejor dicho, de dos argentinos. Uno, Marcos Mundstock, miembro histórico y voz icónica del grupo, murió esta semana. En cierta forma de pésame le escribí a David, su respuesta ha derivado en estas letras que a modo de atrevimiento intentan esbozar un fenómeno cultural de época.
Les Luthiers recibió el premio Princesa de Asturias en 2017 de manos del Rey Felipe. En un deslumbrante Teatro Campoamor, Mundstock tomó la palabra y dedicó el galardón a la memoria de los extintos Gerardo Masana y Daniel Rabinovich, dijo que “el humorismo mejora la vida, permite contemplar las cosas de una manera distinta, lúdica, pero sobre todo lúcida”.
No hay que buscarle más razones a la “luthería”, es la risa la que tiene los misterios de la luz. Supongo, lo avala Mastropiero.