“Se puede sacar al mono de la selva, pero no a la selva del mono”, escuché a Pablo Herreros citar a su colega y fuente de inspiración, el primatólogo Frans de Waal, autor de El mono que llevamos dentro, para explicar que un individuo queda marcado en su forma de ser por el contexto en el que aprendió a desenvolverse. Quienes han dedicado su vida al estudio y la observación de los primates no pueden dejar de relacionar el comportamiento de los humanos con sus parientes más cercanos.
La reflexión de De Waal me lleva a pensar cómo el código cultural de determinada sociedad se reproduce a través del tiempo con los descendientes. Así como nosotros repetimos conductas de nuestros padres, abuelos, bisabuelos y más familiares, también sucede con los grupos de migrantes. Recorrer las zonas donde hay más mexicanos en Los Ángeles, por ejemplo, es una muestra de cómo tendemos a repetir nuestros rasgos culturales en otra geografía. Ahí están la comida, los colores, los gustos musicales, las mesas grandes en las celebraciones donde caben la familia y los amigos. Puede decirse que el mono salió de la selva, pero no ésta de él. Por supuesto, la analogía nada tiene de peyorativo, si bien injustamente hemos usado asociaciones que tienen que ver con los animales y con la selva para agredir entre humanos.
De Pablo Herreros me cautivó su libro, Yo, mono: Nuestros comportamientos a partir de la observación de los primates, particularmente el capítulo “Corrupción en la selva” donde analiza, desde un punto de vista evolutivo, cómo el engaño está presente en la naturaleza, desde el camuflaje de muchas especies hasta simples acciones como la de los perros que intentan orinar lo más alto posible para dejar una señal de su tamaño. Los chimpancés llegan a tener hábiles conductas para distraer a sus compañeros de modo que les roban comida o herramientas. Lo mismo sucede entre los humanos.
Los primates, comenta Pablo, han desarrollado estrategias y manipulaciones sociales para obtener el poder, son seres políticos en el sentido de que sus actos influyen en lo que sucede en la comunidad. Considérese lo que hacen los chimpancés y compárese con un partido político: tienen jerarquías que se ganan a través de alianzas, cometen excesos, manipulan, traicionan, provocan enfrentamientos estratégicos, mienten, abusan, se sublevan y arman complots contra el tirano o el abusivo, agreden, cooperan disciplinadamente en favor del macho alfa, y más.
Varias especies de monos tienen estrategias para esconder del resto del grupo su comida u otros objetos que consideran valiosos. ¿Nos extraña que un político mexicano hábilmente tenga un dudoso patrimonio millonario repartido entre sus hijos y viva con una hembra que no es su esposa ni concubina, aunque tengan vida en común por décadas? Puede darnos coraje, sí, pero no es extraño, como tampoco lo es la exoneración y espaldarazo del macho alfa. En la jungla, la cooperación se premia; en la política, también. Intriga saber en qué consistirá la alianza para que uno de los individuos más cuestionados del grupo ahora sea uno de los más protegidos por alguien que dice estar en contra de la corrupción.
Efectivamente, no se puede sacar la selva del mono, de la misma manera que el sistema político mexicano está repitiendo idénticas conductas negativas que durante varios sexenios han prevalecido. Estamos atestiguando la comedia de siempre, con diferentes actores, el sistema para sobrevivir mantiene sus viejas formas de cooperación y alianza. No debería extrañarnos si observamos que el ADN político de los actores es el mismo, con perdón de los monos, son criaturas de la misma selva. Como en la novela histórica El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, “que todo cambie para que todo siga igual”.
Conocí a Pablo en 2014, comimos juntos, hablamos de su libro y de nuestras coincidencias. Nos dimos un abrazo de primates sin saber que sería el primero y el último. Me enteré de su fallecimiento apenas el pasado 22 de diciembre (murió esa fecha, en 2018, de cáncer en el pulmón). Instintivamente saqué de mi librero Yo, mono, para releerlo, abrazar al amigo primate ido y comprobar cuán previsible es el comportamiento humano.
La manada tiene un arma evolutiva: el engaño no es eterno.