El mundo contemporáneo ha creado, mejor dicho, reinventado, una posición social presente entre los humanos de todos los tiempos: el influencer (la palabra influenciador no existe para la Real Academia Española), aquel que, a través de su plataforma en redes sociales, tiene poder sobre la opinión y las decisiones de los demás en determinados aspectos de la vida, muy particularmente en relación al consumo. Los influencers (parece que es condición usar el odioso anglicismo pues su equivalente en castellano, el influyente, evoca al político que habitó la Tierra antes de que la llamada Cuarta Transformación extinguiera la corrupción y las asignaciones directas -bueno, éstas no tanto- sobre la faz de la patria) son el canal contemporáneo que usan las marcas para vender, pero antes han de generar el deseo y eso es lo que hacen los influencers.
La película The Joneses (2009) retrata una familia de cuatro integrantes que se mudan a una colonia de alto poder adquisitivo. No les basta con ser físicamente atractivos, además, tanto el padre, la madre y los dos hijos adolescentes poseen objetos de última moda o generación que sus respectivas amistades admiran, desean y eventualmente compran. Bajo el aura de perfección se esconde otra realidad, estamos ante un engaño mercadológico pues la familia feliz no es tal, se trata de actores contratados por una compañía de mercadeo para influir en su círculo social y generar ventas de determinados artículos. Lo hacen de una forma sutil y planeada.
Si en su desempeño van abajo del presupuesto, una fiesta en su casa les sirve para mover los indicadores. Cuando alguien elogia los canapés, la anfitriona tiene a la mano la caja con la marca que los vende listos para abrir y servir, mientras papá demuestra a sus amigos la sofisticada pantalla de televisión y el equipo de sonido. Lo propio hacen los hijos. Al salir de aquella fiesta, los invitados se llevarán más que agradables recuerdos de la hospitalidad de los Jones, llevarán un deseo sembrado en sus cerebros, serán personas incompletas esperando la oportunidad de llenar sus nuevas carencias en cuanto tengan la posibilidad de comprar aquello que (supuestamente) les hará felices.
Esto es lo que hacen los influencers, exhiben objetos y estilos de vida para generar deseo. Es oportuno recordar “La revolución de las expectativas” de mi admirado David Konzevik, quien con su agudeza característica apuntó que la sociedad actual está generando personas inconformes, individuos llenos de nuevos deseos imposibles de satisfacer pues “los deseos suben por el elevador y el salario por las escaleras”.
Los influencers son mayoritariamente jóvenes que están haciendo mucho dinero, algunos superando el ingreso de sus padres, trabajando una fracción del tiempo de sus progenitores. Las marcas, particularmente en el mundo de la moda, no sólo regalan productos y viajes a estos protagonistas de las pantallas móviles, también les pagan miles, cientos de miles de pesos por hacer un comentario, subir una fotografía o visitar determinado sitio. Un influencer en Instagram puede cobrar cien dólares por cada diez mil seguidores (hay varios que tienen millones de fanáticos que están pendientes de su vida y opiniones). En YouTube, las cifras se elevan hasta doscientos mil dólares por una publicación si el influencer tiene más de 3 millones de seguidores.
Estamos ante un nuevo tráfico de influencias, una enorme y fragmentada puesta en escena donde el mundo del consumo se reproduce y crece lejos de la televisión tradicional. El presupuesto publicitario ha cambiado de canal. Estamos también ante la amenaza de crear una sociedad del consumismo que, como Bauman lo advirtió, vuelve al consumo la fuerza principal de las relaciones humanas, definiendo no sólo lo que pasa en la comunidad sino lo que somos y la forma en como nos relacionamos con el mundo.
Los Jones influenciaron a sus vecinos. Las redes sociales han crecido el vecindario más allá de lo físico; nunca como ahora la sociedad de consumo te grita: ¡estás incompleto! Si el mundo de los negocios está lleno de tiburones, en el de las redes sociales navega otra especie: el influencer, el editor de deseos, el individuo que crea percepciones y cobra realidades.