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Sincretismo

El espacio físico de los templos es el gran escenario de la suplantación (que luego terminará en la conciencia, última conquista). Como apunta Jacques Lafaye en Quetzalcóatl y Guadalupe: “…sobre la base topográfica de dichos santuarios se operó el sincretismo entre las grandes divinidades del antiguo México y los santos del cristianismo…”. Así, destrucción y construcción están en la génesis de México, particularmente y de forma más dramática durante la Conquista y los inicios de la Colonia. Los primeros años de la labor evangelizadora fueron el seguimiento de la lucha, ya no con macáhuitl, chimalli, armaduras y corazas, sino con las creencias. Algunos fueron vencidos y otros convencidos. Las ideologías prehispánicas fueron asociadas a ritos demoniacos y aunque las adoraciones indígenas no murieron de un día a otro, fue el convencimiento más que el sometimiento inquisitorial lo que generó nuevos conversos católicos.

Nuestras raíces como nación y como cultura son profundamente sincréticas. Por supuesto que hubo destrucción pero también una belleza sublime en la forma en que los evangelizadores suplantaron la simbología azteca con los nuevos símbolos de adoración y crearon para los vencidos una nueva fe. Ya sea que se crea en el milagro o en la mano del hombre, la transfiguración simbólica de Coatlicue, deidad de la vida y la muerte, madre de todos los dioses, Tonantzin (“nuestra madrecita”), en la Virgen de Guadalupe, lubricó la evangelización. La tremenda imagen de la mujer con faldón de serpientes se convirtió en la madre de expresión dulce cuya tez morena acentuaba su origen local y no la hacía una extraña, como los hombres barbados europeos. Además, qué mejor lugar para erigir un templo Guadalupano que en el cerro del Tepeyac, donde previamente había una ermita para el culto a Tonantzin.

Saber estos pasajes de nuestra historia nos debería provocar orgullo, el sincretismo mexicano es único. No conocer estas raíces nos hace ignorantes del entramado ideológico de nuestros antepasados indios y europeos.

Hace unos días se inauguró “Sincretismo”, una macro escultura en Guadalajara. El artista representó a la Virgen de Guadalupe y Coatlicue para formar un objeto que no es la Virgen ni la diosa azteca sino una alusión a la rica mezcla de nuestro origen. Hubo manifestantes que vieron en la obra una falta de respeto a la religión católica. Entre ellos destaca el cardenal emérito de la ciudad cuya postura está más cerca de los furibundos intolerantes del siglo XVI que del arzobispo de Guadalajara quien, con prudencia e inteligencia (dotes no siempre afines a cualquier jerarquía) entendió que el mensaje de la escultura no remite a una ofensa sino a un reconocimiento de nuestra identidad. Quiero pensar que detrás de la protesta hay una intolerancia por ignorancia (al otro, a la historia) y no un motivo político para golpear al presidente municipal tapatío quien, dicen las lenguas, se apunta como próximo gobernador de Jalisco. ¿O ustedes sí creen en el sincretismo entre la cúpula religiosa y el PRI?

Los seguidores de Coatlicue (debe haber pocos) podrían sentirse igualmente agraviados. ¿Extrañaría que un ateo proteste por la existencia de templos y símbolos religiosos en la ciudad? ¿Los que siguen a Blue Demon se condenarán y los fanáticos de El Santo serán salvos? El episodio me lleva a reflexionar sobre la tolerancia que debemos tener para aceptar que no todos creen en lo que uno cree y en la apertura para diferenciar lo que es una obra de arte de un símbolo religioso. Acaso pido demasiado pues, como decía Braque, “sólo hay una cosa valiosa en el arte: las cosas que no se pueden explicar”.

La intolerancia yihadista que ha provocado terror y muerte recientemente tiene la misma semilla del fanatismo religioso: sólo admite su verdad. Para amalgamar el odio extremista y dogmático, el sincretismo existe como un milagro de la diversidad.

México es ese milagro.