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Por mexicano, ¿corrupto?

Buena polémica causó la declaración del Presidente sobre que la corrupción es cultural. En mi opinión sí tiene un componente cultural, pero no categórico; no somos corruptos por ser mexicanos (interpretación extrema al dicho presidencial. El problema no es que Peña Nieto tenga razón, sino que lo diga el presidente de México, pues se puede tomar como resignación étnica: así nos tocó ser).

La corrupción no sólo tiene componentes culturales, también biológicos. Imaginemos una pirámide dividida en tres secciones, en la base están los factores biológicos, en medio los culturales, y en la cúspide los individuales. Nuestro programa vital, lo que traemos “de fábrica” por ser seres humanos, nos impulsa a una búsqueda constante para maximizar los beneficios y consumar dos tareas: la sobrevivencia y la reproducción (territorios afines a cualquier organismo vivo).

Una persona que se corrompe en aras de tener dinero y poder, sin duda es motivada por conseguir los frutos que esto implica, con dinero y poder tendrá (presumiblemente) más atractivo reproductivo: será “mejor partido”, atraerá pareja igualmente atractiva, influirá en su tribu, podrá proyectar más de sus genes hacia el futuro (tener más hijos, educarlos y protegerlos) o facilitará la reproducción de sus pares. Biológicamente el fin justifica los medios. Pero no todo es comportamiento instintivo, el sistema cultural regula las decisiones, de modo que aunque instintivamente yo quiera algo, la sociedad me limita.

Un sistema cultural como el mexicano, promueve y alienta la corrupción, no quiere decir que no tengamos remedio, tristemente nuestro contexto da muchas veces más incentivos para ser corrupto que para no serlo (las verdades profundas de una sociedad afloran en su voz popular: “el que no es transa, no avanza”). Pero el individuo tiene la última palabra (aquí entran la ética y la moral).

El Presidente está obligado a ser ejemplo en materia de lucha contra la corrupción. Hoy nos habla del México que viene pero no pone énfasis en combatir lo que sigue siendo lubricante y engrudo del sistema (Alan Riding dixit).

He leído opiniones que sugieren incrementar el castigo para combatir la corrupción. Esta postura si bien es lógica, es limitada, según muestran los experimentos sociales. En apariencia, decidir entre cometer o no un acto de corrupción implica el análisis racional de calcular el potencial beneficio y restarle la potencial consecuencia. En apariencia, aumentar el costo de la consecuencia, disminuye el beneficio. El problema es que no es lo mismo ser acusado de corrupción, que ser castigado por corrupción (¿Montiel, Moreira, Gutiérrez de la Torre?). Un sistema con muchas puertas traseras (impunidad) es inmune a que se aumenten las penas.

Si concedemos que el estereotipo del mexicano responde al arquetipo humano, habrá que aceptar que lidiamos con tres grupos: un porcentaje que siempre será corrupto, otro que no es corrupto pero puede, bajo ciertas circunstancias, serlo, y un grupo incorruptible. La mayoría de las personas en una sociedad estamos en el grupo de en medio.

Requerimos una reforma anticorrupción que vaya más lejos de la transparencia, que impulse la meritocracia (un sistema que no premia por méritos es más vulnerable a la corrupción), que elimine la autojustificación (hay evidencia de que las personas serán corruptas mientras puedan justificar su conducta y su reputación. Por eso duelen las palabras presidenciales, suenan a autojustificación), que elimine los símbolos de corrupción: robarse la luz con un diablito, sobornar, copiar un examen, pedir moches, estacionarse mal, entre otros.

Mientras el Presidente hablaba el 2 de septiembre de ese México que “ya se atrevió a cambiar”, el Zócalo lo contradecía. Decenas de carros estacionados sin ser multados. Si preguntáramos a los dueños de esos vehículos si sienten o no culpabilidad, seguramente se justificarían. Después de todo, esa es la cultura, el instructivo con lo que justificamos lo que hacemos, como la corrupción.