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El mérito espanta

Si Eruviel Ávila o Emilio Chuayffet hubieran sido directores de la escuela donde estudié, esta historia no existiría. A varios de nosotros, estudiantes de tercero de prepa, nos unía la admiración por un grupo de rock de jóvenes que llegaban a la escuela cargando sus propios instrumentos y se hacían llamar Green Hat, y también nos unía el miedo, bueno, quizá me quedo corto, Borges lo dijo mejor en su lírica Buenos Aires: “No nos une el amor sino el espanto”. Nos amalgamaba una fatalidad: el pavor al examen de matemáticas, no era una evaluación común, podía llegar a ser una masacre exponencial.

Hecho el pase de lista, Jáuregui (imposible olvidar el apellido) seleccionaba un compañero y lo pasaba al pizarrón. El examen de cálculo era individual y frente al grupo; para aspirar a la máxima nota uno no sólo tenía que alinear el signo de igual con la raya del quebrado, había que razonar en voz alta la integral o la derivada, explicando paso a paso la solución. Los demás sudábamos resultados posibles desde el pupitre. Luego de la respuesta o de un tiempo determinado cuando el compañero quedaba en rigor mortis, Jáuregui, de viva voz, daba el veredicto. Y eso sucedía toda la semana.

Si el gobernador del Estado de México o el secretario de Educación hubiesen sido el director de la prepa, los opositores a ser examinados en matemáticas (todos los alumnos) hubiésemos hecho una manifestación, tomado las instalaciones de la escuela, bloqueado las calles aledañas, para exigir que no hubiera la terrible tortura mental de un examen. Si esos funcionarios hubieran dirigido la escuela, muchos de mis compañeros de aquel entonces y yo seríamos hoy menos competitivos.

Aunque luego moderó sus declaraciones, Eruviel Ávila dijo que el servicio de transporte con chofer llamado Uber no podrá operar en su estado “porque representa una competencia desleal para más de 100 mil taxistas que operan legalmente”. Sin menoscabo a que cualquier innovación de productos o servicios debe operar al amparo de la ley, la señal enviada por el priista no debe sorprendernos, él proviene de un sistema clientelar donde el mérito (capacidad de un individuo para dar resultados) consiste en no tener méritos para los ciudadanos sino para su propio sistema: proteger y privilegiar a unos, estorbar y bloquear a otros. En su enmienda, es encomiable que ahora pretenda ayudar a los taxistas a superarse, ¿le servirá su formación política?

Si en uno de esos brincos al estilo serpientes y escaleras que tiene la política, al secretario Chuayffet lo nombran director de Correos de México, ya saben los carteros lo que tienen que hacer, presionarlo para que desaparezca el correo electrónico, ¡competencia ultra desleal para los hombres que a punta de pedal y silbato entregan cartas y telegramas! Haber renunciado a la evaluación magisterial por presiones sindicales es lamentable.

El caso Uber como el recular de la SEP evidencian (entre otras lecturas político electorales) un temor a ser examinados, también un temor al cambio y al progreso, miedo al mérito. Si bien la meritocracia (sistema social que fundamenta el progreso en función de las capacidades del individuo y establece recompensas con base en los resultados) no es per se cura milagrosa (debe acompañarse de políticas públicas y privadas para que más gente tenga acceso a buena educación y entrenamiento), las decisiones de Ávila y Chuayffet significan un lastre para mover a México.

Voltaire avaló y admiró desde el siglo XVIII las ideas meritocráticas de Confucio. Platón y Aristóteles argumentaron a favor de un sistema de méritos. La naturaleza misma es meritocrática. Los políticos que hoy toman decisiones parecen no darse cuenta o, peor, no les importa (en el fondo desprecian al ciudadano).

Muchos ingenieros exitosos (ex compañeros de aquella prepa) recuerdan con veneración y gratitud al hombre que los forzó a pasar al pizarrón. ¡Ah!, y los jóvenes roqueros de Green Hat se convirtieron en Maná; hoy son ante el mundo, por méritos propios, un ejemplo del talento mexicano.