Al margen de sus méritos cinematográficos, que sobradamente los tiene, la película Whiplash me dejó con sentimientos agolpados, de la misma forma que la baqueta percute el tambor y forma una cadena de sensaciones, ritmo sincopado, a momentos acelerados al máximo posible por el límite humano de unos brazos incansables, sin más tregua que una coma salvadora, luego, deliberadamente, parsimonioso, cauto, medido, estudiado.
En Whiplash un joven baterista es llevado a un punto de quiebre por el director de orquesta, un perfeccionista y fanático de la competencia para quien el dolor es el camino a la virtud, ruta donde el fin justifica los medios, un tipo para quien las palabras más peligrosas son “buen trabajo”. Entre humillaciones y agresiones físicas, la historia tiene como eje al jazz, pero habla también de una enfermedad contemporánea, nuestro sistema de competencia distorsionado.
Vince Lombardi, ícono norteamericano del estratega ganador, acuñó en los sesenta “ganar no es todo, es lo único”, mantra que ha inspirado no sólo en el deporte sino a corporaciones que pelean sin tregua en un mercado, luchan por una dominación que en ocasiones ha llegado a ser devastadora para la condición humana. Eres mientras produces, mientras compites, eres sólo si ganas. Hay otros que quieren tu puesto y la bolsa de valores no tiene un múltiplo para el corazón. Vivimos en la era que ha hecho al resultado una forma de deidad. De la misma forma que Fletcher, el temido director de orquesta, pone a sus alumnos a ganarse el puesto, nuestra sociedad ha justificado una peligrosa deshumanización.
¿Hasta dónde debe llegar la presión de un maestro por sacar el máximo de un alumno? ¿Es Whiplash una historia de triunfo o de derrota? ¿El método de Fletcher es como una medicina que a unos cura y a otros mata? La frustración y los suicidios han crecido en sociedades que estereotipan modelos de perfección. En momentos de cuestionamiento existencial como los que me produce Whiplash estiro el brazo; en mi buró tengo, a modo de contrapeso mundano, La resistencia, de Sabato, páginas que hablan: “Creo que la educación que damos a los hijos procrea el mal (…) la piedra angular de nuestra educación se asienta sobre el individualismo y la competencia. (…) la desenfrenada búsqueda del éxito individual para la cual se los prepara”.
Pepe Toño, inspirado amigo, músico, amante de la filosofía, gran sobremesista (qué bien que todavía existe esa humana especialidad de masticar ideas y charlar antes de pedir la cuenta), apunta: “necesitamos una sociedad desatada de la competencia y el protagonismo, de lo contrario seguirá habiendo Lance Armstrongs”. A nuestra reflexión acuden dos modelos de éxito que han renunciado a crear monstruos. Guy Laliberté, ideólogo del Cirque du Soleil, y Pep Guardiola, artífice de equipos ganadores. Para el primero, no hay cabida para las celebridades. Nunca más el nombre de un equilibrista en la marquesina o al ego tronante del hombre bala. Para el catalán, la individualidad sólo vale mientras haga bien al grupo (por eso excluye a Ronaldinho del Barça).
Estamos llenos de modelos que inspiran la competencia feroz, donde se desecha a los no ganadores. El concurso televisado de chefs se llama Iron Chef, presagio de una batalla medieval entre cuchillos. Con los jueces que evalúan el talento de potenciales artistas, nada es más efectivo para el rating que el hijoputismo de Simon.
Apoyo la meritocracia, sistema que premia los logros y favorece una sociedad donde los mejores, la aristocracia, guíen e inspiren, pero con visión humanista, con ética y honor, sin humillar ni aniquilar física y psicológicamente a quienes no alcanzan un primer lugar. Terence Fletcher no buscaba el siguiente prodigio musical por amor al arte, buscaba engrandecer su megalomanía como creador de un genio.
Una de las piezas icónicas en Whiplash es Caravan. Mientras la escucho, tambores y platillos llegan a un éxtasis extraordinario. No puedo dejar de pensar que detrás de las baquetas hay un hombre, todos los hombres.