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Sebastião Salgado

¿Cuánto dolor cabe en un fotógrafo? Hay algo perturbador y bello en el mundo de Sebastião Salgado: es nuestro mundo. Desde hace varios años su capacidad para capturar instantes de personas me ha atraído, con La sal de la tierra, el documental de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado (hijo del fotógrafo), compruebo que la sensibilidad fotográfica excede las funciones de una cámara, es más bien algo cercano al alma, un lente metafísico cuyo producto, la imagen fotografiada, amplía nuestra noción de lo otro, a veces con belleza sublime, a veces con crudeza, siempre con profundidad para el ojo reflexivo.

Amo y señor del blanco y negro, se adueña también de sus matices. Entre planos de luz y sombra la obra de Salgado prescinde del color, acaso para contrastar mejor la realidad, ese instante irrepetible que él congela para que nosotros nos adentremos tanto como la espesura del negro, de la misma forma que cientos de miles de obreros semejan un inmenso hormiguero en la mina de Sierra Pelada, oquedad en la que rítmicamente una marabunta sube y baja, hasta 50 veces diarias, en búsqueda de oro. Con brutal sensibilidad el fotógrafo apunta que, al ver aquella mina, le pareció ver en un segundo toda la historia de la humanidad. No sólo la explotación del hombre por el hombre, también la esclavitud que produce la ambición.

En Sobre la fotografía, Susan Sontag, sin mencionar a Salgado, descifra las claves del trabajo del brasileño: “Algo feo o grotesco puede ser conmovedor porque la atención del fotógrafo lo ha dignificado. Algo bello puede ser objeto de sentimientos tristes porque ha envejecido, o decaído o ya no existe”. Recientemente hemos visto imágenes muy duras de la migración siria a Europa. Con la misma crudeza, las fotos de Salgado sobre migración falsamente congelan la acción. Hay algo que se mueve en ellas a pesar de que el sujeto, un esquelético hombre agonizante, esté ahí, inmóvil, con los ojos sumidos por el hambre, la sed y la desesperanza. Salgado es el testigo de nuestra especie, también de su crueldad. Mucho tiempo después de la muerte de ese hombre, sigue vivo en una imagen y en el recuerdo de aquellos que le observaron.

Fotógrafo de Saraguros, Mixes, Tarahumaras, Tutsis, Hutus, decenas de tribus amazónicas y más, viajero incansable por el planeta, Salgado hace más que presionar un obturador, cohabita la escena, se integra a la belleza de un rostro ajado o al drama donde hablan los machetes, da fe de aquello que no vemos en vivo pero existe, aquello que él pretende duplicar para llevarnos su representación a través de sus ojos, con una profundidad que a veces provoca una exclamación, a veces un silencio con el que comprendemos cientos de palabras sin pronunciarlas.

El documental es una semblanza de la vida de alguien que ha visitado el corazón de la oscuridad, sitio del que no ha salido ileso. Salgado ha llegado a decir que “somos un animal terrible”. Después de cohabitar los infiernos de las migraciones, campamentos de refugiados, genocidios, llegó a perder la fe en la especie humana; varias veces dejó su cámara a un lado para poder llorar, y se enfermó, contagiado más allá del cólera y del odio que le acechaban, se enfermó del alma, como él confiesa. Por sanidad mental, especulo, se alejó del drama humano y se concentró en la tierra.

Desde su Instituto Terra ha renovado un ecosistema plantando millones de árboles donde la mano del hombre había erosionado las parcelas de su abuelo. En su magna obra Génesis, plasma ocho años de viajes alrededor de desiertos, montañas, océanos, parajes en los que ha capturado, siempre fiel al blanco y negro, el lado luminoso del mundo.

Verlo acariciar el tronco de un árbol joven, como si fuera su nieto, verlo caminar entre la selva, bordón en mano, semeja un Gandalf de la vida real, un viejo sabio y sensible para quien nosotros, la sal de la tierra, tenemos el deber de regenerar lo que echamos a perder.

¿Cuánto dolor cabe en un fotógrafo? En el caso de Sebastião Salgado, una cantidad muy menor a la esperanza.