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Sangre y cultura

Al margen de la envidia que provoca la efectividad de la gendarmería francesa, capaz de dar con los terroristas que perpetraron el ataque contra el semanario Charlie Hebdo, me ha interesado el caso para tratar de entender la conducta violenta de quienes se sienten ofendidos y en consecuencia deciden aniquilar al ofensor.

La sátira contra Mahoma y en general al Islam fue vengada con un baño de sangre. Nacidos en París, de ascendencia musulmana, los hermanos Chérif y Saïd Kouachi actuaron en contra de lo que consideran una blasfemia. Imagino su ira, sus altos niveles de testosterona y cortisol (hormonas que regulan la excitación y la agresión), y su convicción de que estaban haciendo lo correcto. Herederos de una visión fanática, continúan una tradición, la pena capital ante la blasfemia (expresada por cristianos y judíos también, ver Levítico 24:16).

“Yo mismo siento la venganza dentro de mí. Siento que me hierve la sangre. Me siento obligado por la sociedad y por mis seres queridos de ejecutar la venganza. Creo que es lo que tengo que hacer y estará bien visto por la población… y seguiré la tradición”. La cita es de un joven en Guerrero mientras da su opinión en el documental La sangre solar, de Karla Ahidé López Salgado, pieza ganadora de una convocatoria de Canal 22, una introspección al mundo de violencia ancestral que se vive en poblaciones de Guerrero y Michoacán. Las familias siguen una larga y sangrienta tradición de disputas y asesinatos donde la vida es leve y las ofensas pesadas.

Malcolm Gladwell escribió en Outliers sobre la rivalidad genealógica de dos familias fundadoras de un poblado de Kentucky, apellidos que fueron acabando su estirpe a punta de balazos, vengando la primera ofensa al patriarca (generalmente una disputa nimia), heredando odio y animadversión sin más justificación que llevar el apellido contrario. Esta situación es explicada como “cultura de honor” por los sociólogos, una especie de plaga cultural que contagia formas de ser y responder.

En ambos casos, en Guerrero- Michoacán y en Kentucky, se trata no de hechos aislados sino de un patrón social, una forma de ser donde matar, vengarse, es cultural. Esta circunstancia da pie a tratar de entender, no a justificar, la masacre en París (y seguramente los recientes asesinatos y desapariciones en los estados mexicanos). El origen de una persona influye en la forma de reaccionar a una agresión.

En un experimento mencionado por Gladwell, se pidió a un grupo de estudiantes que caminara, uno a uno, por un estrecho pasillo. En el grupo de control no hubo ningún obstáculo, cada estudiante caminó sin problema. Para otro grupo, una persona deliberadamente obstruyó el pasillo mientras abría el cajón de un archivero; el estudiante con poco espacio para pasar rozaba al obstructor, quien en respuesta insultaba: “asshole” (estúpido). El resultado fue que los estudiantes de la parte norte del país (EU) eran muy tolerantes al insulto, algunos incluso ni lo tomaban en cuenta, pero en cambio, los sureños reaccionaban con violencia, para ellos, la palabra “asshole” era un detonador de testosterona y cortisol.

Está bien pedir y luchar por la libertad de expresión, pero hay que tener humildad para darnos cuenta que lo que para unos significa una broma, para otros puede no serlo. No sólo hay implícitos factores religiosos, el código cultural es el filtro a través del cual damos significado al mundo. Ejercer la libertad de expresión sin considerar el código cultural es miope, puede ser suicida.

“Si no tienes el valor (de matar) no eres nada”, expresa un calentano en el documental, y remata: “dices (con orgullo) lo maté”. José Alfredo Jiménez eternizó un rasgo cultural de buena parte de México, “No vale nada la vida”, también retrató la naturaleza humana tan propicia al gatillo y a la espada.

Para que haya armonía no basta que yo sienta que no te insulto, debo entender lo que tu cultura considera como insulto. Al mundo le haría bien la ancestral sabiduría maya In-Lak’ech, “tú eres mi otro yo”.