Felices 60’s, querido Villoro.
Los seres humanos somos contradictorios. Por generaciones hemos abandonado el campo en aras del progreso que idealizamos en las urbes de acero y concreto donde la habilidad de recoger aguacates se ha transformado en seleccionar especímenes maduros en el departamento de frutas y verduras. Vivimos horas en oficinas rodeados de tecnología y para compensar tanta dosis de civilización nuestro protector de pantalla es una secuencia de imágenes de la naturaleza. Anhelamos autos con comodidades que no tuvieron los emperadores de otras épocas y celebramos los lugares donde la bicicleta manda. En la escala de la felicidad paradójica, manubrio mata volante.
Hace pocos años conocí la isla de Holbox, Quintana Roo. Aquellos días entre iguanas que (como los pinzones de Darwin) no le temen al hombre, entre paisajes espectaculares y fósiles vivientes como el cangrejo herradura (un acorazado con forma de nave intergaláctica), nidos de águila crestada en los postes de luz, calles de arena clara sin más tráfico que el de las hormigas, encontré una civilización avanzada donde se ha dado una generosa mezcla entre habitantes mayas y ciudadanos europeos que han encontrado en la isla un paraíso en la tierra.
Este edén está amenazado por la voracidad del hombre. A las historias que hay contra el gobernador Borge y su familia, en las que se cuenta que se han apropiado de terrenos en zonas privilegiadas del estado, se suma el incendio (intencional según la Profepa) de 87 hectáreas en una reserva natural (supuestamente protegida), que según grupos ambientalistas y ejidatarios locales apuntan a los intereses de particulares para cambiar el uso de suelo y edificar un complejo turístico.
Holbox ha representado una isla del tesoro desde los primeros piratas que en otros siglos merodearon sus playas, también para una voraz faceta de la industria turística que, como en un juego de mesa donde se exalta el monopolio, discute la rentabilidad de comprar tierras vírgenes desde Londres, Nueva York o Ciudad de México. No es nueva la sucia maniobra de quemar la tierra para inducir el desarrollo de un supuesto futuro y bienestar local, junto con la corrupción de autoridades que ceden a los cañonazos millonarios. Celebro que la Profepa haya solicitado que la zona siniestrada quede bajo vigilancia especial durante los próximos 20 años para que se pueda regenerar la flora y la fauna.
En Arrecife, novela de Juan Villoro, el complejo turístico La Pirámide fue erigido en tierras arrebatadas a pescadores, habitantes de Kukulcán, cuya “reserva biológica se transformó en campos de golf… los monolitos de cristal y acero dominaron la costa”, ahí, el empleado de un consorcio inglés, gerente del hotel que vende adrenalina a turistas sadomasoquistas, apunta cínicamente lo que hoy podemos decir sobre el ecocidio en Holbox: “La naturaleza le gusta a todo mundo y los cachorritos de todas las especies agitan el corazón, pero si no estropeas algo no comes”.
No se trata de negar el progreso y menos el desarrollo, el punto es entender que uno de los valores turísticos y sociales de Holbox es su condición de aislamiento. Esta característica de su ADN debe ser preservada, es el verdadero tesoro pues, mientras otros desarrollos ceden al crecimiento desmedido que vuelve difusa (o destruye) su identidad (véase Cancún y Playa del Carmen), aquellos sitios que conservan su tradición y pueden innovar sin traicionar su identidad, elevan su valor; ahí está el caso del centro histórico de Puerto Vallarta y de los maravillosos pueblos mágicos que tenemos, sitios que han ganado la batalla al neón, al asfalto y al todo incluido. Holbox tiene una medalla más: no hay automóviles, no hay semáforos, no hay gasolineras, ¿qué tal eso como símbolos del verdadero progreso?
En Holbox es posible cenar comida italiana atendidos por una europea y mexicanos, tomar un café expreso sobre la arena, probar una pizza de langosta con un toque de chile habanero, nadar junto al tiburón ballena, ver caer el sol y alimentar a las iguanas, sentir la superioridad de la piedra caliza sobre el mármol y la cálida fuerza de la madera sobre el acero.
Algún día el futuro será como en Holbox. Y no habrá relojes. Bastará con ver las estrellas.