Mi abuelo solía decirme que le gustaba sentarse en una banca de la Avenida de los Insurgentes a contar vehículos. Quien veía carros como si fueran luciérnagas se ufanaba de nunca haber tenido un automóvil. Para ir a trabajar caminaba todos los días, de la Condesa al Castillo de Chapultepec, donde restauraba pinturas históricas y hacía retratos de héroes y caudillos. En el camino cultivaba la amistad de boleros y otros personajes urbanos, como un sastre español de nombre Elías, de quien recuerdo su olor a puro, en la esquina de Ámsterdam y Sonora (coordenadas de ficción para una ciudad de vibrante realidad).
La supuesta modernidad ha desplazado al peatón, colocando al automóvil en el centro de la metrópoli. Signo fatal de nuestro tiempo: caminamos poco y manejamos mucho. Tras el anonimato del volante los automovilistas agreden más que los peatones (es más fácil mentar la madre en cuatro llantas que en dos piernas) y, al ser dueños del camino, los automotores han propiciado ciudades agresivas. A pesar de sus ventajas, el motor deshumaniza; en el auto tienes placas, en la banqueta rostro.
En breve entrará en vigor un nuevo Reglamento de Tránsito del Distrito Federal, que en uno de sus principios rectores establece que “La circulación en la vía pública debe efectuarse con cortesía, por lo que los ciudadanos deben observar un trato respetuoso hacia el resto de los usuarios de la vía…” y en su artículo 7 habla de “…generar un ambiente de sana convivencia…”. Me temo que un reglamento no cambiará la ferocidad vial acumulada por décadas, en sana convivencia. El cambio vendrá de sembrar gradualmente una educación cívica y ética, acompañada de un urbanismo humanitario, que induzcan comportamientos favorables. Eso sí, el nuevo reglamento engrosará el erario. Aumentarán las multas más que la civilidad vial.
Aunque tiene cosas positivas, como la acumulación de puntos negativos y la suspensión (por tres años) de la licencia a un conductor reincidente, el reglamento es ambiguo. Habla de mantener “distancias razonables” entre tu auto y el de enfrente. En otros lugares esa distancia no es subjetiva, si no puedes ver la placa posterior del automóvil frente a ti, estás demasiado cerca. O dice llanamente que hay que indicar una vuelta con luces direccionales y se debe cambiar de carril en forma escalonada; en California el reglamento ordena activar las direccionales 5 segundos antes de efectuar el cambio de carril. Esta subjetividad induce a interpretaciones variadas y no favorece prácticas que provoquen cambios concretos, pequeñas grandes victorias viales.
Una sociedad dice mucho de cómo es y de sus valores a partir de la forma en que los diferentes actores se conducen en la vialidad. La forma en como nos movemos es el fondo del ADN social. Ordenar asuntos de vialidad tiene una resonancia mayúscula para generar cambios, por imitación, en otros órdenes de la vida social. No lo ven así nuestros políticos. Mejorar la manera de relacionarnos en la calle es una reforma subterránea, que de raíz podría cambiar mucho del comportamiento negativo asociado al mexicano. Los cambios de conducta vial moldean nuestro sistema cultural.
Cuando eres peatón mexicano en algunas ciudades de EU, sientes el mundo al revés. Extrañamente los autos se detienen para darte el paso aunque no haya semáforo. Tú dudas un segundo y luego avanzas. Das las gracias a un automovilista desconcertado por tu señal. Y caminas entre incrédulo y soberbio.
En California los operativos viales en las escuelas son realizados por estudiantes de primaria, supervisados por padres de familia y maestros. Los pequeños están investidos con la autoridad y el peso de la ley, sus amonestaciones tienen efectos reales. Los niños aprenden a respetar, ven que hay un orden y que los transgresores pagan consecuencias. ¿Sería descabellado que la SEP incluyera en sus planes educativos una materia de vialidad?
En el embotellamiento que detiene al país, la avenida del cambio no es en realidad una avenida, se parece más a un salón de clases.