Ya he contado que durante varios años vivimos legalmente en el país vecino, pero ustedes no tienen por qué acordarse. San Diego es noble: la patria está a unas millas al sur, de modo que nuestra incursión a Tijuana era frecuente. Un vez nos dispusimos a llevar al aeropuerto tijuanense a un visitante que habíamos tenido en casa. Al cargar con los pasaportes me di cuenta que el de Emilio estaba vencido; advertí a mi esposa que tendríamos que cambiar de planes. Ella, que tiene dos cosas, la última palabra y una amiga que sabe más que uno, consultó con Verónica (quien efectivamente sabe mucho), y fue contundente al decirme que no habría problema para que el vástago reingresara a tierra del tío Sam (“la visa basta”).
A veces las amigas se equivocan. Al regresar, el oficial norteamericano objetó (por objete) el pasaporte vencido, y una hora después de estar retenidos en el auto, tres oficiales, que vi llegar como SWAT, nos dijeron amablemente y con firmeza: “el niño no pasa”. Me preparé para un duelo de superpotencias, mi esposa vs. EU. Imperó la cordura, y ella, con nuestros otros dos hijos, siguió camino a casa. Emilio, entonces de 8 años, y yo, fuimos escoltados a la puerta que une los dos países, por un oficial que cumplía su deber y no tenía por qué conmoverse con las lágrimas de un niño que se sentía culpable.
Este episodio es una caricatura comparado con el drama de los menores de edad que cruzan ilegalmente, crisis humanitaria en la que no veo que los países involucrados estén aportando soluciones efectivas. Los políticos se hacen guajes.
La frontera es una zona de gran tensión, incluso para los miles que día a día cruzan legalmente, a pie o en auto. He transitado cientos de veces por San Ysidro y Otay, y la tensión siempre está ahí, siempre está latente un imprevisto. La frontera modifica la conducta de las personas. Los que están por cruzar se vuelven rudos celadores de su espacio en la fila, no hay forma de que alguien ceda el paso o te permita cambiar de carril si estabas formado en el que conducía a una puerta cerrada. La agresividad y la duda son bilingües.
Los oficiales norteamericanos están entrenados para lidiar con mentirosos y delincuentes, cada día capturan varios. No es casual que todos seamos sospechosos y nos traten como tales. He visto oficiales muy amables y de buen humor, otros rudos y groseros. En cierta ocasión crucé en compañía de Gary, colega gringo, quien, en cuanto subí la ventana del auto, dijo “me disculpo a nombre de mi país por cómo nos recibió ese tipo”. El comportamiento de los oficiales que están al acecho de indocumentados, en campo abierto, es también muy distinto; si el cruce legal llega a ser rudo, el ilegal es una jungla. Condeno el uso desmedido de la fuerza, también reconozco que están en su legítimo derecho de custodiar su territorio.
La paranoia y la desconfianza son habitantes de “la línea”. También las botanas. Una vez, mi esposa optó por el último antojo nacional (último porque estábamos a cinco autos de cruzar la frontera), unos “tostilocos”; ecléctica, bizarra, folclórica mezcla de frituras de maíz, cacahuates japoneses, jícama, varias salsas, limón y hasta cueritos. Estos últimos fueron los únicos no invitados al banquete; no le gustan, y además está prohibido cruzar carne de cerdo cruda. La oficial en turno, de origen mexicano, nos hizo la espera infinita, nos miró con molestia evidente, se retiró sin decir nada y regresó mucho tiempo después para tirarnos un sermón de que cruzar con carne de cerdo cruda era ilegal. ¡Había confundido la jícama con los cueritos!
Así es la frontera más transitada del mundo, paranoica, psicótica, a veces inhumana; más que el punto que nos une, la herida que supura entre dos vecinos y un sueño.
@eduardo_caccia