Si la muerte tuviera sede diplomática, seguramente sería México. Y aunque en los últimos años hablar de osamentas se ha convertido en sinónimo de hallazgo criminal (una forma de macabra producción industrial), las hay también de otro tipo, uno que nada tiene que ver con la violencia sino con un ritual post mortem, una sincrética tradición de raíces prehispánicas, particularmente mayas.
Agustín González Garza, entrañable y talentoso amigo, explorador de mundos en descomposición, me invitó a conocer su colección Ossuaria, imágenes capturadas en pequeñas poblaciones de la zona central de Yucatán, lugares de fonética endémica: Cuzamá, Huhí, Acanceh y Hoctún, donde visitó sus viejos cementerios y solicitó permiso para fotografiar osamentas. La tradición de estos sitios es depositar los restos fúnebres en pequeñas cajas de madera que luego rellenarán en nichos abiertos.
A diferencia de nuestras prácticas inhumatorias en las que presagiamos un último adiós y nunca un siguiente encuentro (hablamos de fosas, tumbas y criptas en donde la muerte queda sellada y fuera de nuestro alcance), los herederos de la cultura maya practican un acercamiento con el Xibalbá o inframundo. Los nichos son accesibles para los familiares que cada año visitan el sepulcro (si es que puede llamarse así), sacan con reverencia los huesos envueltos en paños de algodón (algunos tienen el nombre bordado del difunto), los limpian con agua y cal, les cambian “la ropa” con un nuevo mantel, y luego, amorosamente, los acomodan en un renovado pero idéntico envoltorio, para finalmente depositarlo en su cajita. Esta singular práctica se hace a partir del tercer año del fallecimiento, una vez que los 206 huesos quedan desmembrados al consumirse los tejidos que los mantenían unidos.
El enfoque de Agustín en Ossuaria no fue hacer un registro antropológico de la visita a las tumbas, sino concentrarse en el objeto mismo. Fotografió los envoltorios fuera de su contexto. El resultado me parece admirable, emerge para el observador un diálogo sutil entre las texturas de la tela, el calcio y el fósforo de la materia ósea, piezas que a veces dejan poco a la imaginación, mostrando claramente un cráneo, y a veces sólo sugieren formas dentro de la tela. Acaso sean éstas las más expresivas, a tal punto que cobran vida en la mente de quien es capaz de imaginar un movimiento sutil dentro de una especie de útero donde reposa alguien que fue y sigue siendo (la obra puede verse aquí www.agustingonzalezgarza.com).
Agustín tiene el don de convertir objetos en degradación para darles nuevos bríos. Ossuaria es un testimonio sobre la muerte pero también sobre la vida. Es una invitación a dejar de ver objetos inanimados para verlos vivos, mutantes, hermosos, como nubes de formas caprichosas. La colección se ha exhibido en la galería de arte contemporáneo Art Merge Lab y en la galería del Consulado de México, en Los Ángeles, y se encuentra entre los finalistas de la prestigiosa competencia internacional de fotografía Critical Mass.
¿Necesitamos un resto material para seguir amando? sin duda, no, pero el ritual yucateco va más allá de la tradicional visita a los panteones o de la veneración a los relicarios. Detrás de Ossuaria hay un rito mexicano que debe enorgullecernos, un rito donde se permite acariciar un fémur, platicar con un cráneo, formar con ellos un nuevo recuerdo; un acto de amor sin punto final, que al prodigar de cariño maternal la osamenta, revive de nuevo el ser contenido en un vientre que se modifica cada vez que alguien lo abre y lo cierra.
Y así pasará otro año y otro encuentro. La muerte tiene en México permiso para vivir. Conjuro a uno de mis muertos, y le doy voz imaginaria a esos restos que se despiden de los vivos, a través del vate queretano José María Carrillo (mi bisabuelo materno), que en 1885 escribió premonitoriamente sobre su propio funeral: “¡Adiós! por siempre ¡Me llegué a la estancia/ De la austera verdad, donde no hay dolo,/ Ya soy feliz; quedemos a distancia…/ Quiero muerto gozar… ¡Dejadme solo!”