A mediados de los setentas, apenas entrado en la pubertad, gané mi primer salario en una actividad tan excéntrica que mencionarla requiere explicación: empacaba “rocas mascota”. El señor de al lado de mi casa, amigo de mis padres, me pagaba 20 centavos por cada pequeña casa de cartón que armaba, le insertaba una cama de virutas de madera, luego una piedra de río de buen tamaño y finalmente un pequeño instructivo. La caja, naturalmente, tenía varios agujeros como son las cajas que albergan mascotas. La piedra, decía el ingenioso folletín, era fiel compañía, era obediente, podía bajar escaleras (con algo de ayuda del dueño) e incluso servía en caso de defensa. De entre todas las cualidades de aquella bola mineral, ésta fue la que más grabé en mi memoria.
A las piedras les hemos atribuido un montón de cualidades y poderes, representan bien aquello de que, como las marcas, valen más por lo que significan que por lo que son. De ahí los amuletos y talismanes. Los mexicanos somos, como muchas otras culturas, fervientes creyentes en símbolos. De comprobarse que una piedra mascota pudiera evitarnos peligros y descalabros, todos traeríamos una. A mí, por ejemplo, me gustaría apedrear a la corrupción y a la impunidad, tanto que dejaran de ser uno de los sellos distintivos, por ahora, de nuestra cultura (de nuestro modo de solucionar muchas cosas en el día a día).
Asistí hace unos días a una conferencia de Claudio X. González, presidente de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, asociación civil que se ha propuesto combatir estos dos males desde la ciudadanía. Con cifras y argumentos contundentes y muy bien fundamentados, Claudio muestra el profundo rostro de este flagelo social y el gran costo que tiene para México. La parte medular de su mensaje es él mismo: la participación de la sociedad civil es fundamental, el cambio esperado ha de surgir no desde el poder y sus estructuras sino a pesar de éste, gracias al involucramiento de miles, de cientos de miles y de millones de mexicanos que necesitamos tener conciencia sobre este problema y encararlo bajo un enfoque serio, profesional y ejecutable. Estas tres condiciones las cumple el planteamiento de @MXvsCORRUPCION.
En “Cómo cambiar culturas de corrupción”, Paul Collier expone el caso de Dinamarca. Los daneses, dice, nacen en una sociedad honesta y heredan la expectativa de que ellos como siguiente generación serán también honestos. Collier describe la cultura danesa. Por ello Claudio tiene razón cuando dice: “México no está condenado a ser un país corrupto”. Porque dado que la corrupción es cultural (lo que le da su mayor resistencia), también es combatible (que sea cultural también es su mayor debilidad). “Cultural” aquí no significa genético ni inmutable sino modus operandi, comportamiento, hábitos. Necesitamos cambiar de hábitos (modificar nuestro código cultural) para romper la tendencia torcida (contraria a lo que sucede en Dinamarca) donde un mexicano nace en una sociedad corrupta y hereda la expectativa de que es el único modo de ser en México.
“Somos buenos para cambiar la Constitución pero no para cambiar la realidad”, dice Claudio. Nuevamente atina pues es esa realidad el comportamiento cotidiano que forja futuro. Me queda claro que este hombre ha iniciado, desde hace tiempo, una verdadera cruzada (quizá de ahí la X que siempre lo acompaña) junto con otros profesionales que verdaderamente están encarando bien el enorme reto que tenemos todos. No deben estar solos. Su llamado es el gran cuerno de la tribu convocando a la acción desde nuestras diferentes capacidades.
Ahí, entre los asistentes, había una cara conocida: Samuel Nisenbaum. Él me invitó a la conferencia. Me dio mucho gusto verlo en primera fila. Al saludarlo recordé de golpe el color naranja de las cajas de cartón de sus “rocas mascota” y la generosidad que tuvo cuando fue mi primer patrón. Ahora promueve otros métodos defensivos alejados de la Edad de Piedra. Supongo que así es el destino y que no es casual que aquellas piedras de río empacadas por mí sirvieran como defensa definitiva, por algo hubo un David para un Goliat, quizá para recordarnos que las batallas pueden ganarse aunque parezcan imposibles.
Si no apoyamos esta causa no podremos tirar la primera piedra.