El subsuelo de la Ciudad de México esconde pasajes de nuestra historia y en cierta forma explica cómo somos; de haber una arqueología del comportamiento social, el hundimiento que sufren varias zonas de la capital del país se podría medir en centímetros, pero también en metáforas. Desde niño me intrigaba que la banqueta estuviera por arriba del nivel de una ferretería con nombre japonés en la calle Sonora. El escalón que había que bajar para entrar al establecimiento nunca lo asocié con el peso del edificio y la sabiduría de Isaac Newton.
Algunas construcciones de la colonia Roma me recuerdan las viviendas que Tolkien imaginó para los hobbits y los enanos. Ahora veo con fascinación cómo las puertas van reduciendo su altura desde el nivel exterior de la calle. Las ventanas y balcones, indefensos ante una caída anunciada, se acercan a la acera con movimientos sólo perceptibles para el paso de los años. El Centro Histórico, también centro afectivo y neurálgico para la ciudad y para el país, es reclamado por un lago con memoria. En aquellos lugares donde hay ruinas prehispánicas, el hundimiento provoca que éstas emerjan y amenacen la estructura de las construcciones actuales, algunas coloniales, otras modernas.
Que las ruinas reclamen su lugar me parece de una justicia poética indescriptible. Que el pasado quiera abrirse paso en el presente tiene otras lecturas. Si bien el feudalismo tuvo su auge en Europa occidental, a través de la conquista española nos llegaron sus vertientes en forma de virreinato y haciendas. La estructura feudal emerge en México de la misma forma que las ruinas se niegan a un silencioso entierro. Este andamiaje constituye un contrato social con conveniencias para sus participantes, individuos que participan en una relación de obligaciones recíprocas donde hay tres claros elementos: el vasallo, quien recibe una concesión o feudo, por parte de un señor que ostenta el poder.
Vasallo, feudo y señor feudal están en el México contemporáneo. Los taxistas (vasallos) reclaman al gobierno (señor feudal) la defensa de su territorio y su trabajo (feudo). Al sentirse dueños por algo que han pagado -muy probablemente producto de turbios arreglos cupulares, parte del mecanismo de cohesión, primero del PRI y luego de muchos más partidos políticos- exigen la regulación de Uber y servicios afines (lo cual me parece correcto), y en el colmo del descaro, piden también que una tercera parte de un fondo de movilidad que se haría con pagos de los concesionarios Uber, sea para ellos. Una esencia del sistema feudal es la renta (mano de obra, territorio, concesiones, etcétera), ¿extraña que los vasallos quieran ser señores feudales?
El sistema empuja para que el vasallo tenga la motivación de ser algún día señor feudal, cobrar renta (base de la obediencia político-institucional). Ahí están los franeleros y los viene-viene, rentando espacios públicos que a su vez alguien les renta. El cobro de piso de la delincuencia, el pago de prebendas y sobornos a las autoridades, tienen la misma estructura. La explotación del territorio, la renta del puesto, permite tener poder, exclusividad, protección, abusos, complicidad e impunidad. El caso de Gutiérrez de la Torre (señor feudal) acusado de explotar (feudo) una red de prostitución (vasallas) al interior del PRI capitalino, para seguramente otorgar beneficios a algunos actores políticos (vasallos), es otro triste ejemplo del México feudal.
La trilogía feudal promueve incentivos intrínsecos, romper su inercia implica buscar beneficios extrínsecos. Los beneficios de Uber son para los usuarios, por eso afectan al feudo. Alabo mecanismos de inversión en infraestructura pública como los que promueve ProCDMX que sin privatizar ni usar dinero del gobierno, crea condiciones de certeza jurídica para la inversión privada en beneficio de la ciudad y sus habitantes.
Los mexicanos necesitamos detectar a los agentes que promueven, desde cualquier trinchera, la ruptura del México feudal. Necesitamos apoyarlos y, en un futuro, votar por ellos.