Felipe es un chofer muy hábil, conoce la ciudad de la misma forma que un gato bodeguero encuentra recovecos y pasadizos que sólo existen para quien tiene el don de convertir la impaciencia en ruta de escape. Así, en carro, ha sorteado el denso tráfico con la motocicleta de su olfato, el GPS de sus neuronas. No extraña que en cierta ocasión Alex (a quien llevó en tiempo récord al aeropuerto) le llamara poéticamente “artesano del asfalto”.
Felipe reprobó el examen que hace Uber a los aspirantes a chofer y, según me dice, fue por las preguntas sobre el conocimiento de la ciudad y sus rutas. Cuando le preguntaron “¿Cómo irías de A a B?”. Su respuesta fue “depende del tráfico, del día y la hora”. El calificador esperaba la respuesta obvia, la ruta por donde todos van, el camino congestionado, o menos congestionado para los sistemas (supuestamente) inteligentes como Waze, que se han convertido (en ciudades con denso tráfico) en una forma de darte la ruta menos mala. Pero antes de aplicaciones como Waze, que enlaza la información de miles de usuarios, ya existía el cerebro humano haciendo lo mismo con sus células.
Felipe sería un extraordinario chofer para Uber, un gran servicio con un flanco vulnerable: sus choferes no conocen la ciudad como los taxistas. Los méritos de Felipe subsanarían esta limitante, pero el examen de Uber no espera esos méritos sino otros. Hoy tiene como choferes a ingenieros con maestría que te ayudan a llegar tarde.
En el pasado hice muchos exámenes que calificaban la memoria, no el grado de conocimiento sobre cierto tema. Eran exámenes que evaluaban los méritos equivocados. Se ha dicho que México necesita una meritocracia. Ya la tenemos. Para poder sobrevivir en un determinado contexto, los individuos que interactúan en un sistema requieren de ciertos méritos, esto ya sucede en México: ¿no acaso Cuernavaca tiene como presidente municipal a un hombre cuyo mérito es haber logrado los votos necesarios (muy probablemente por los méritos que tuvo como futbolista)? El problema es que estos méritos seguramente no son los necesarios para gobernar bien, son los méritos equivocados.
Del mismo modo un partido político selecciona a sus candidatos y mueve sus piezas; se busca a quienes tienen los méritos de solapar para seguir abrevando del erario, son buenos méritos para ellos, de la misma forma que para una célula del crimen organizado sus integrantes tienen los méritos necesarios: uno es suficientemente cruel, otro piensa, otro intimida con su apariencia, y así un largo etcétera de cualidades.
Como país tenemos que preguntarnos ¿cuáles son los méritos que nos importan?, y con base en ello reconsiderar si tener la capacidad de atraer votos es suficiente para ostentar un puesto público. Necesitamos una meritocracia con adjetivos, lo cual me hace pensar en una democracia calificada. Imagina que te van a operar de apendicitis, hay dos formas de escoger al médico que te intervendrá (y de quien dependerá tu vida), una es eligiendo al doctor más popular (preguntándole a la gente “¿cuál prefieres?” y sabiendo que muchos escogerán sin el más mínimo análisis y conocimiento de causa), la otra es preseleccionando especialistas de méritos probados, o seleccionando a los electores de estos médicos.
Definir sobre qué méritos construir el futuro implica también definir cuáles son los modelos para ejercer el poder y cualquier otro trabajo. ¿Haber tenido la habilidad de tocar el balón con inteligencia y astucia supremas es meritorio para gobernar? Si la respuesta es “no”, entonces un ex futbolista no debería ser elegido como presidente municipal, no porque haya sido futbolista sino porque no tiene los méritos necesarios. Y como este caso hay miles en México, de la misma forma que hay personas con los méritos adecuados que no llegan a posiciones de gobierno porque sus méritos son contrarios a los méritos de la partidocracia. Los méritos deben definir al modelo para que éste influya positivamente en el sistema.
Definir los méritos es escoger el futuro.