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Las malas noticias


El presidente de México comprobó una tesis de la psicología evolutiva: nos atraen más las malas noticias. Al anunciar lo que sin duda es una buena nota, la inversión de un grupo empresarial con gran éxito en el sector turismo, el presidente Peña pone el prieto en el arroz, que se convierte en la (mala) noticia. En su legítimo derecho de solicitar el aplauso (otra vez), el titular del Ejecutivo dice: “Y a veces pareciera que no quisiéramos o nos negáramos a reconocer los avances y a registrar las buenas noticias. Estamos en búsqueda de ellas y cuando las tenemos frente a nosotros, pareciera que no las vemos”.

Tal vez le sirva de consuelo al Presidente saber que estudios científicos han mostrado una marcada tendencia en el hombre a captar lo negativo con más fuerza que lo positivo. No se trata que nos guste sufrir, al contrario, buscamos vivir y vivir bien, desde los tiempos de la caverna hasta nuestros días, y es precisamente en esa época prehistórica donde están las pistas para entender que heredamos un comportamiento primario que nos hace más sensibles a captar las amenazas del entorno. Si sales de tu casa y ves el mismo paisaje de siempre, digamos árboles en un camellón, probablemente no notes nada; pero si uno de esos árboles se ha caído (aunque no te impida el paso), ese árbol captará tu atención.

Nuestro mecanismo de defensa (programación biológica) automáticamente fija la atención en la amenaza para saber cómo lidiar con ella. Volvamos al discurso presidencial. Al hacer el reclamo de que no vemos las noticias buenas, tumba el árbol del camellón, como resultado la gran mayoría de los medios ponen su punto focal ahí. Al reclamar la buena noticia, se convirtió en la mala.

En 1987 yo era asesor financiero en una casa de Bolsa. El día fatídico del “crack” bursátil de ese año, varios compañeros veíamos en un monitor el desplome del índice de precios y cotizaciones de la Bolsa, la sensación desoladora era comparable a ver a nuestra selección de fútbol en serie de penaltis contra Alemania, todos sabíamos la gravedad de aquello, todos menos uno, un optimista que empezó a gritar “¡Está dando la vuelta!”, cuando el índice regresó apenas una micro-centésima su estrepitosa caída. Nadie secundó su infundado optimismo. Una buena noticia no será tomada como tal si no se le cree (al mensaje o al mensajero) o si no es lo suficientemente buena como para compensar lo negativo.

Si el Presidente quería fortalecer la buena noticia, tendría que haber alabado el accionar del grupo inversionista (como lo hizo), pero reconociendo que esa inversión es más valiosa por darse a pesar de las señales adversas que su gobierno ha construido en materia de confianza, lucha contra la corrupción, impunidad, seguridad, y fomento a la inversión pública y la creación de empleos, producto, entre otras cosas, de una política fiscal que tiene a disgusto a la gran mayoría de los habitantes de este país, y a la economía nacional con tristes números. Hemos llegado a un punto donde el Presidente parece que sólo será buena noticia si asume una postura autocrítica.

Paul Solmon acuñó el término “desesperanza aprendida” para explicar el estado depresivo del consumidor estadounidense durante una recesión. El Presidente tiene en sus manos la narrativa del país, el relato que nos anime o nos deprima. Mientras él no sea buena noticia, no dará buenas noticias.

México es como un organismo estresado, tiene miedo, se siente amenazado, está molesto (sólo describo el clima social). Cualquier criatura bajo estas condiciones de ansiedad y peligro activa su instinto de supervivencia para lidiar con la amenaza. Le haría bien al Presidente saber si hoy los mexicanos ven en su gobierno un territorio de oportunidades (como él ha expresado que quiere para todos los ciudadanos) o uno de amenazas. De no entenderse este principio básico de la conducta humana, cualquier buena noticia será como vaciar una lata de refresco en el océano, o como gritar en medio del derrumbe bursátil “¡Está dando la vuelta!”.