La recaptura de un capo ha sido noticia mundial. México aparece frente al mundo relacionado con un tema que tenemos adherido como lacra. Sin menospreciar el logro de este episodio, calificado por el presidente Peña como “misión cumplida”, la nota nos ancla más en un tópico que poco nos favorece. No está por demás considerar ¿de qué queremos que se hable de México en el mundo?, incluso, ¿de qué temas queremos hablar los mexicanos cotidianamente?, pues aquello de lo que hablamos acaba materializándose en pensamientos y acciones.
Esta semana el New York Times reveló su lista anual de “52 lugares para visitar”, donde aparecen Burdeos, Malta, Coral Bay, Toronto, Abu Dhabi, Park City, Hangzhou, entre otros; puntos disímbolos en la geografía pero unificados en el interés que despiertan al viajero que busca experiencias significativas. Pues bien, en el número uno de la lista aparece la Ciudad de México, “la metrópoli que lo tiene todo”. Lo tiene todo, salvo quizá, el reconocimiento suficiente de los propios mexicanos.
Para muestra, un botón; esta vez será de flor. A instancias de mi esposa, incansable trotadora de mundos, pueblos mágicos y calles empedradas, fuimos a Xochimilco. Alguna vez, en la remota infancia, acompañé a mi mamá a comprar flores. Desde que uno transita por las avenidas que llevan a “la sementera de las flores” empiezan manifestaciones singulares. Como sabuesos, hay guías de turismo en motonetas prestos a darte información. La primera reacción es que dudas, acaso por ello usan una leyenda grande en sus dorsales: “Guía seguro”. Al tercer guía le dije que sí nos llevara. Me pidió que siguiera su motocicleta que, investida por un poder especial, me abría paso en el cruce de avenidas congestionadas. Luego de esta escolta VIP, llegamos a uno de los embarcaderos, ahí empezó una cadena de solidaridad que es ejemplar como ecosistema (uso el término no sólo por su acepción verde, sino por el financiero también).
Nuestro guía se despidió amablemente pero antes nos dejó en manos de doña (póngase aquí el nombre que quieran), la señora que aparta los lugares para estacionarse en la calle. La septuagenaria nos dio la bienvenida y nos aseguró que el carro estaba seguro y con una sonrisa nos cobró por adelantado. Inmediatamente nos abordó otro eslabón del ecosistema (nótese la lección empresarial: ve al encuentro del cliente, no esperes que llegue), el representante de la trajinera, quien nos encaminó al embarcadero. Hecho el trato del recorrido, nos dejó en manos del navegante de la trajinera.
En los canales, aquello tomó para mí una dimensión excepcional. Más que una zona folclórica de enorme potencial turístico y cultural, pude ver el entramado, no sólo de las chinampas (eficiente ingeniería prehispánica para el cultivo de la tierra), sino de un lubricado sistema de sobrevivencia y apoyo. Xochimilco es como una comunidad flotante donde lo que necesites llega sobre el agua. Hay músicos formados como ahuejotes a la orilla del canal, ¿una canción, patrón?, a una señal del tipo que literalmente vuela con la pértiga y mueve la canoa, los músicos se las ingenian para pasar de una trajinera a otra, hasta llegar a la tuya. Hay un permiso, un apoyo implícito entre todos los actores. A pesar del intenso tráfico y del aparente caos, hay un orden que hace fluir las cosas y permite que comida, bebida y música (tríos, mariachi, banda, solistas, marimba), lleguen en abundancia a tu embarcación. Xochimilco es abundancia, ejemplo de un sistema eficiente. Y esto es apenas un esbozo de este sitio; falta hablar de sus 14 pueblos, o del fascinante y endémico ajolote, anfibio prehistórico que encierra, bien lo sabe Bartra, pistas de nuestra identidad y metamorfosis.
Dice un refrán que traigo en la mochila: “Y al mirar hacia afuera los dos presos, uno vio lodo, pero el otro, estrellas”. Xochimilco es Patrimonio Cultural de la Humanidad. Otra misión de los mexicanos es posicionarnos ante el mundo por nuestras muchas estrellas. Entonces podremos decir “Misión cumplida”.