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La mano del otro

Cuando niño, acompañé a mi madre a múltiples trámites, la mayoría ante instancias gubernamentales. A la distancia veo aquellas interminables horas como una especie de maestría en paciencia (no me explico cómo sobreviví sin un teléfono inteligente o una tableta digital con 300 juegos, hoy artículo de primerísima necesidad, un “estatequieto”).

Mi pedestal de la tramitología sufrible se lo disputan varias memorias. Recuerdo una enorme oficina central del Registro Civil en la Ciudad de México, en la que mi mamá pasaba de ventanilla en ventanilla abriéndose paso ante una multitud obstinada en hacer el mismo trámite a la misma hora, o peor, tener la misma inicial de tu apellido. Conseguir un original del acta de nacimiento era comprobar que se puede sentir felicidad a pesar de un número de expediente.

Con esta impronta enfrenté un nuevo reto. Para renovar el pasaporte, la SRE no te cree que seas mexicano si tu pasaporte anterior fue expedido por ellos en el extranjero. De paso no le cree a su consulado. Todos los caminos me llevaron al mismo oscuro callejón: un acta de nacimiento original y reciente. Cuando hacía previsiones para ausentarme del mundo tres días, se me ocurrió ver si podía hacerlo por internet. Me llevé una grata sorpresa. Luego de varios botones y un depósito bancario, tres originales de mi acta llegaron por mensajería a mi casa. El Registro Civil del Distrito Federal me cuestionó: ¿al fin la efectividad y la modernidad eran parte de México?

Es automático: a todo optimismo le llega su realidad. La reforma laboral se propuso crear nuevos empleos, pero ¿cuántos orientados a la productividad y no a un exceso de mano de obra? Cuando piensas que todo se va automatizando, la mano de un mexicano te contradice. En ciertos restaurantes, hay un puesto de trabajo en el baño encargado de darte un papel para secarte las manos. En muchos estacionamientos (el del aeropuerto de Guadalajara se lleva las palmas) hay personal apostado junto a las máquinas automáticas (es un decir), individuos que toman tu boleto, lo introducen y presionan los botones necesarios. Aquí está la magia: el boleto sólo obedece al empleado, cuando tú lo introduces, la máquina te lo escupe (requiere de una previa e imperceptible curvatura). Las supersticiones lubrican al sistema.

En los filtros de seguridad de los principales aeropuertos del país hay una pantalla para distribuir el flujo de pasajeros hacia los distintos escáneres (entiendo que la aleatoriedad es parte de la seguridad), pero junto a esa pantalla donde aparece un número grande, hay una o dos personas que repiten el dígito visible, y a veces, cuando sale el “3”, te dicen: “fila uno”. Kafka aplaudiría.

Aquí la máquina es siempre sospechosa y nuestra automatización toma tintes surrealistas. Hay una venganza manifiesta, el triunfo del malinchismo: no importa que la tecnología haya sido diseñada en Alemania, en México no funciona. Munich 0, San Martín Yotelohago 2. Acceder al segundo piso del Periférico de la capital es atestiguar que para nosotros el mejor sistema automático es el manual. Un equipo de tres o cinco individuos fosforescentes manipulan con destreza admirable los conos y las barreras “automáticas”; en esos 10 metros cuadrados dirigen el flujo del universo, al menos el de ellos. Resulta inexplicable la extinción de los elevadoristas.

Sistemas que funcionan en otro país aquí nomás no jalan. Esta pequeña muestra de labores inútiles-necesarias es un fractal de la realidad: en otra escala hay muchos políticos haciendo cosas que no deberían hacer, pagando ayudantes en exceso, complicando procesos para vender su solución. En México, subsistencia aniquila ingeniería, sobreempleo mata proceso.

Peter Drucker decía que es muy distinto hacer la cosa correctamente, que hacer la cosa correcta. Como deporte nacional, hacemos lo primero, convertimos lo automático en manual. Salvo excepciones, la automatización es un territorio utópico, el sistema te lo recuerda: siempre necesitarás la mano del otro, aunque no agregue valor.