En 1986 Sebastião Salgado realizó una estupenda serie de imágenes en la mina de oro de Sierra Pelada, estado brasileño de Pará. En el documental sobre su obra, La sal de la tierra, podemos ver impactantes fotografías, unos ochenta mil garimpeiros, mineros que trabajan y viven en condiciones infrahumanas, horadan en ese gran agujero, herida mortal de la ambición, en busca de un pedazo de oro que les diese algo de fortuna. Salgado dice que al momento de ver aquel descomunal hormiguero humano a cielo abierto, entendió de golpe toda la historia de la humanidad.
Algo similar me ha sucedido con la nota y el video que antier dio a conocer Reforma: “Ordeña un pueblo ‘alberca’ de diesel”. Un testimonio que raya entre el surrealismo y el horror. En Calpulalpan, Tlaxcala, una cantidad notable de sus habitantes participa en un robo multitudinario de combustible. De golpe vi la realidad de México.
En una hondonada, seguramente hecha exprofeso, el combustible, azul turquesa como el mar del Caribe, es almacenado para que los habitantes de La Soledad, a plena luz del día y sin el menor tapujo, lancen cubetas atadas a lazos, una especie de pesca descarada, con las que extraen el diesel; se trata de una doble ordeña (la primera fue a los ductos de Pemex). Como garimpeiros en busca del metal precioso, decenas de personas roban colectivamente, un ejército de sanguijuelas que chupan la sangre hasta secar las venas. Dos millones de litros, unas 100 pipas, botín comunal donde quien tiene más saliva traga más pinole. “¡Qué!, también los de arriba roban ¿no?”, me imagino la frágil justificación de un campesino mientras repite para sí uno de los mantras nacionales, “el que no es transa, no avanza”.
Triste ejemplo de la impunidad y la desvalorización de la sociedad mexicana, lo que sucede en Calpulalpan es un símil de lo que vivimos en otros planos de la vida nacional. Ahí están los “diablitos” con los que se roba la energía eléctrica, trofeos a la impunidad y a la vista de todos, que lanzan la señal de “se permite robar”. Ahí están los políticos impunes señalados de corrupción y enriquecimiento inexplicable. Ahí están los más de 180 millones de pesos que a modo de bono decembrino se repartió la Cámara de Diputados, se trata de la misma ordeña al país, bajo diferentes contextos y protagonistas, unos se reparten litros, otros prebendas. Cabe reconocer la ejemplar decisión de la bancada de Movimiento Ciudadano al rechazar esta jugosa partida. La mayoría de nuestros diputados aventó su cubeta y jaló su combustible. Vivimos rodeados de modelos negativos.
¿Qué más prueba queremos para aceptar que la corrupción, como otros males y bienes, es cultural? No está en los genes sino en las acciones. En Antropología cultural, Marvin Harris define la cultura como “el conjunto de tradiciones y estilos de vida socialmente adquiridos, de los miembros de una sociedad incluyendo sus modos pautados y repetitivos de pensar, sentir y actuar (es decir, su conducta)”. Aceptar que la corrupción es cultural de ninguna forma es renunciar a combatirla ni negar que es un delito, al contrario, es una forma de entender su génesis y su estructura para luego intentar desactivarla. Dice Le Vine que la cultura de la corrupción existe cuando las transacciones corruptas se vuelven tan omnipresentes en un sistema que constituyen la norma esperada. México sufre una alarmante cultura delincuencial, pero más una alarmante aceptación de la cultura delincuencial.
En el altiplano central mexicano hay una rajada de sangrado violento, Calpulalpan, “La puerta grande de Tlaxcala”, es la herida grande y omnipresente de México, la glorificación al saqueo que, desgraciadamente, nos retrata de cuerpo entero. Acostumbrarnos a la cotidianidad de lo que no debe ser es la peor de las corrupciones. Imposible no evocar el nacionalismo de López Velarde que, como lance profético, apuntó: “El Niño Dios te escrituró un establo y los veneros del petróleo el diablo”. Qué lejos de esa patria impecable y diamantina estamos y qué cerca de Calpulalpan.