La foto prohibida (1 de 2)
Les cuento que me puse mis botas casi nuevas, recorrí buena parte de Chiapas y les traigo algo que para algunos será una obviedad, para otros un pasatiempo y, esperanzadoramente, para el resto, una revelación, ese momento donde algo que ha estado todo el tiempo frente a nuestros ojos, surge como verdad incuestionable.
Aficionado como soy a la fotografía, osé llevarme mi tripié, que sirve bastante para capturar imágenes en condiciones de poca luz, pero estorba todo el resto del viaje. Es como un compañero incómodo que de vez en cuando hace algo bueno y por más que pretende ser compacto y ligero, es en realidad bromoso.
Las primeras tribulaciones surgen en el filtro de seguridad del aeropuerto donde las autoridades han pensado (es un decir) que uno puede descabezar a un piloto de un tripoidazo, pero no puede ahorcar a una azafata con el cable del celular. Cable pasa, tripié a la maleta.
Llegué a Palenque, Yaxchilán y Bonampak como niño que entra a Disneylandia, luego de pagar módicos 30 pesos o algo así. “¿Va a entrar con el tripié? ” me preguntaron los guías, como si llevara una cápsula radiactiva o pensaran que lo usaría para acabar con el petroglifo de Pakal.
“Si entra con tripié son $6,500 pesos”, y ante mi sorpresa me explicaron que el INAH piensa (otro decir) que todo aquel que lleva un tripié es profesional y tiene que pagar casi 300 veces el valor del boleto (¡el tripié cuesta menos!). Lo dejé en la entrada.
Días después, cual invasora hueste urbana, llegamos a San Juan Chamula. Naturalmente, yo tenía al tripié en arresto domiciliario, lo dejé en el hotel. Llegar a territorio Tzotzil es la parte más mística del recorrido, viene precedido de toda una instrucción que dan los guías sobre lo que se permite hacer y lo que está prohibido, y uno que otro mito sobre los tercos vendedores en la calle.
Para que algo tenga más valor (desde una persona hasta una marca), ha de tener un distintivo que los demás no tengan. Chamula lo tiene. Es un municipio que se autorregula, donde el propio gobierno “pide permiso” a la autoridad Chamula que desde siempre impone sus leyes, usos y costumbres. Hay que pagar derecho de entrada al pueblo, por ejemplo.
La parte más ansiada es el interior del tempo (el exterior es bastante ordinario). Se nos avisó con la gravedad de quien anuncia comida envenenada: “no intenten sacar fotografías dentro del templo, los Chamulas lo prohíben y detienen y amarran a los infractores”. Suspiré aliviado por haber dejado el tripié, con el que sin duda sería un infractor en potencia.
El sincretismo de lo que vi ameritaría muchas crónicas. Dentro del templo converge el cristianismo con rituales prehispánicos mayas; no hay bancas, la gente reza de rodillas, con dramatismo y fervor doliente, se prenden muchas velas en el piso que milagrosamente conservan la vertical. Aquello es una mezcla de incienso, copal, santos con espejos (para rebotar la mala vibra), curanderos, sacrificios de gallinas y rituales que de simples, son increíbles.
Por supuesto iba yo mordiéndome los labios, pero con la cámara guardada. Nada como la escasez para aumentar el valor. No hay foto más valiosa que aquella que no puedes tomar. El mismo principio aplica a una persona que es muy atosigante sobre otra, pierde valor, de ahí que la distancia, la escasez administrada, generen deseabilidad (mientras la disponibilidad excesiva, no).
Nuestro guía se rio cuando le señalé a un indígena que hacía un ritual para sus huaraches nuevos, no me creyó.
Previamente había yo platicado con un Chamula quien me explicó el “rito de los pasos”: orar, encender velas y pisar cera derretida, presagia el buen camino. Cuando el guía lo escuchó del propio Chamula, le cambió la cara.
Y es que en Chiapas, como cualquier otro territorio desconocido, uno llega con prejuicios, su propio mapa de la realidad con el que pretendemos interpretar el contexto. Error. Cada lugar tiene su código, su propio mapa e instructivo.
Con humildad abandoné el templo, deseando una foto que nunca tomaría y que sin duda valdría mucho. Por supuesto, antes de salir pisé la cera caliente con mis botas.
La foto prohibida (segunda parte)
Al salir del templo de San Juan Chamula, las seis familias que recorríamos Chiapas, nos congregamos en el centro del atrio. Fue inevitable que el tema de conversación fueran los rituales tan místicos y alejados de nuestra realidad citadina, que repentinamente nos cayó encima, en forma de mp3, cuando alguien gritó “allí están los de Reik”. Sobrevino una sesión fotográfica con los integrantes de la banda musical.
Me abstuve del roce con las estrellas, yo buscaba otras, mujeres Chamula que fotografiar. Se sabe que no hay problema en fotografiar lugareños mientras se les pida permiso. Pronto supe cómo decir “¿puedo tomarte una foto?” en tzotzil, no porque no entiendan español sino como un acto de acercamiento sincero.
Las Chamula han desarrollado una notable destreza para evadir el lente. Algo en su intuición las previene del fotógrafo (sobre todo del que trae medio kilo de cámara colgada en el pecho) y justo en el momento preciso del click, giran torso y cuello para esquivar el retrato, o se cubren el rostro con la mano. De practicar la lucha libre, el movimiento sería un clásico, la llave Chamula. Lo mejor es negociar con ellas.
Dentro de la iglesia los Chamula tienen la creencia que la foto roba el alma de los todopoderosos santos, uno supone que ellos, simples humanos, tendrán el mismo efecto. Pues no. Soltaba yo mi letanía en tzotzil antropológico para pedir la foto, y la mayoría respondía en español mercantil: “cincuenta pesos” (¡menos mal que no me vieron con el tripié, el INAH les hubiera sugerido cobrar mucho más!). Morelos, redentor indigenista: nada como la imagen (en un billete) del general mestizo para contener y contentar el alma indígena.
Nos dispersamos entre puestos. Una marchanta observadora de mi esposa tomando fotos a un grupo de señores Chamula, le dijo a Emilio, mi hijo de 12 años, “ve por tu mamá, que la van a amarrar”. Habrá lectores que piensan “que los Chamulas hagan lo que tengan que hacer”, otros, es mi caso, nos imaginábamos la ardua negociación en el calabozo Chamula para pedir la libertad de la doncella, previo borrado de la tarjeta de memoria y las respectivas disculpas. No hubo necesidad, mi esposa había pedido permiso para sacar la imagen.
En Zinacantán, poblado contiguo, también de lengua tzotzil, tuve otro momento revelador. Nos llevaron a la casa de Pascuala, para ver cómo se hacen los telares y bordados. Como es de suponerse, los adolescentes mostraron la emoción que provocaría una carrera de caracoles. Aquello que prometía aburrición extrema, terminó en jolgorio juvenil. ¿El secreto? ¡una foto!
Luego de explicarnos el significado de formas y colores, las mujeres zinacantecas invitaron al grupo a probarse los vestidos y tomarse la foto. Me sentí del otro lado de la moneda, mientras hacía unos minutos, no tomar la foto era “el gancho”, ahora tomar la foto se convirtió en la atracción. Los jóvenes simularon una boda local y armaron corta pero emotiva procesión (si tu marca es capaz de emocionar, tu marca será recordada, la emoción es el pegamento de la memoria).
En la habitación posterior nos esperaban más dualidades. La primera fue la luz. Un sitio muy oscuro por el que un recuadro en el muro dejaba pasar franjas de sol. La segunda fue ver cómo dos mujeres amasaban y echaban tortillas sobre un comal alimentado por leña. Nos explicaron el significado del maíz para ellos y nos invitaron un taco que nos supo a gloria.
Foto no, foto sí. La mente es en sí una fotografía, un territorio de contrastes.
Pensando en esto de las dualidades, una retrospección me llevó al interior del templo Chamula. Recordé mi conversación con el indígena. Cuando le comenté “todo esto es como muy…” y estaba a punto de usar la palabra “doloroso”, por aquello de los lamentos, los sacrificios, la sangre de gallinas, las plegarias con voces arrastradas, niños desfallecidos, madres suplicantes, cirios y velas ardiendo, él me interrumpió y con una sonrisa franca me dijo, como si asumiera que yo también usaría el mismo adjetivo: “alegre”.
Chiapas me dejó la certeza de los territorios relativos, de que nunca terminaremos de revelarnos.
Aunque tomemos la foto, no veremos la imagen.