En todas las sociedades hay una serie de acuerdos, explícitos o implícitos, que constituyen el entramado por donde transcurren las cosas. Todo a nuestro alrededor (en buena medida hasta las cuestiones ambientales) está influenciado por un sistema, instrucciones que determinan cómo nos relacionamos. Estos principios son maleables, se heredan de generación en generación, son los “usos y costumbres” y sirven como mecanismo de negociación social, son la forma de conseguir las cosas en determinada cultura. A este instructivo invisible le llamo código cultural.
Así como un cáncer es una respuesta donde el organismo se ataca a sí mismo, veo que una sociedad con cáncer tiene un sistema enfermo, acuerdos sociales, prácticas cotidianas que dañan a la mayoría. Los altos índices de impunidad, corrupción y delincuencia que tiene México son un ejemplo de ello. La buena noticia es que los sistemas se reprograman.
Alfonso Reyes dejó, entre su prolífica obra, un minúsculo volumen que debería servirnos para reconfigurar el mapa y el territorio de la sociedad mexicana, en Cartilla Moral, el regiomontano escribió: “Podemos figurarnos la moral como una Constitución no escrita…”, sin duda refiriéndose al código cultural “…cuyos preceptos son de validez universal para todos los pueblos y para todos los hombres. Tales preceptos tienen por objeto asegurar el cumplimiento del bien, encaminando a este fin nuestra conducta”.
La primera de sus lecciones es de una simplicidad lapidaria: “El hombre debe educarse para el bien”, un concepto donde no estoy seguro que pasemos la prueba hoy en día, ¿entiende el mexicano promedio qué es el bien?, ¿está la educación en México orientada a formar personas de bien? Reyes define al bien como “un ideal de justicia y de virtud que puede imponernos el sacrificio de nuestros anhelos, y aun de nuestra felicidad o de nuestra vida”. No hemos avanzado una página en la Cartilla Moral y ya se vislumbra qué le duele a México.
En la (auto) imposición del sacrificio tenemos un territorio de renovación. Ceder el asiento a una dama (me doy cuenta que la expresión suena arcaica, señal de que la práctica está extinguida) implica sacrificar mis intereses por los de otra persona, no estacionarme en lugar prohibido implica sacrificar mis intereses en aras de la vialidad de la zona, firmar la Ley 3 de 3 es sacrificar mis intereses personales por la sociedad, entrar a la economía formal y pagar impuestos es sacrificar mis intereses por los del país. El mexicano promedio no sólo tiene una baja intención de hacer estos sacrificios, se ha vuelto un ser que desaforadamente busca el beneficio personal, vive en un sistema que premia al ególatra. Ante esta degradada cantera se explica la naturaleza de nuestra clase política, una triste representación de nuestro código cultural.
Si queremos un mejor país, la búsqueda de ese bien cotidiano es una tarea de todos, pero la medicina no es agradable, implica la renuncia a beneficios, la imposición del sacrificio. La conciencia de este tema pasa por una educación moral del mexicano, un ser que hoy está contaminado de prácticas que no buscan el bien común, en otras palabras, el mexicano promedio debe aprender a ser bueno, es terrible decirlo, es peor no reconocerlo. Con agudeza Reyes recuerda que Aristóteles aconsejaba la “ejercitación en la virtud para hacer virtuosos”.
Las espirales virtuosas o las degenerativas son como un péndulo, adquieren una inercia que las alimenta en la dirección que van. Ver hacer el bien contagia el bien, del mismo modo el mal (acaso esta sea una de las causas por las cuales cada día nos sorprenden nuevas y sofisticadas formas de delincuencia). Hasta donde mi limitado entendimiento me permite saber, los pensamientos se convierten en acciones, luego entonces para cambiar éstas hay que cambiar aquellos, de aquí la importancia de una educación ética fundamentada en obras como la Cartilla Moral.
Reyes previno la debacle: “Cuando pierden de vista la moral, civilización y cultura degeneran y se destruyen a sí mismas”. La regeneración de la sociedad mexicana implica recuperar la capacidad de sancionar moralmente las transgresiones (especialmente las cotidianas que suceden en la calle).