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Hambre de renacimiento

La respuesta a bote pronto es: tenemos un déficit de virtudes. Si me preguntan el origen de tantas calamidades diría además que vivimos un medievo: guerras, inseguridad, desigualdad social, modelo económico deficiente, deformación de valores. La impunidad y la corrupción son una especie de oscurantismo de virtudes. Necesitamos un renacimiento mexicano.

El Palacio de Bellas Artes aloja las exposiciones de dos íconos renacentistas: Miguel Ángel Buonarroti. Un artista entre dos mundos y Leonardo da Vinci y la idea de la belleza. Sin menospreciar al primero, quiero referirme al hijo pródigo de Vinci, el hombre que se autodefinió como omo sanza lettere u hombre iletrado, por carecer de formación universitaria (como Steve Jobs), el hombre multidisciplinario, el conocedor de gramática, geometría, filosofía, medicina, astronomía, perspectiva, historia, anatomía, escultura, pintura, diseño y aritmética. Una mente excepcional cuyo talento es mostrado, apenas con una breve muestra de su basta obra, en la sala Diego Rivera.

Las grandes virtudes de Leonardo se deben en buena medida a una asombrosa capacidad de observación y contemplación, especies en peligro de extinción en el hombre moderno cuya vida acelerada, siempre al borde del vértigo, hace imposible ese momento de quietud y profunda reflexión que acompañó al genio italiano desde su niñez campestre. Amante de la naturaleza, en una de sus fábulas predijo el lamento urbano en “aquellos que abandonen la vida de contemplación solitaria para vivir en la ciudad” y aconsejó experimentar la soledad con la naturaleza: “Cuando estés solo te pertenecerás por entero; si vas con un compañero, no serás más que la mitad de ti mismo”. Fue tal su embeleso por el mundo natural que advirtió: “Aquellos que toman por modelo cualquier cosa que no sea la Naturaleza, maestra de maestros, se fatigan en vano”. Quinientos años después el ganador del premio Pritzker (algo así como el Nobel de arquitectura) Toyo Ito dijo: “no hay mejor arquitectura que la de un árbol”.

Da Vinci fue un gran recolector de evidencias, muchas de las cuales plasmó con maestría en sus dibujos y apuntes. Hoy, el ojo supuestamente observador toma fotografías pero no contempla, hace una acción mecánica y hasta rutinaria por coleccionar imágenes, sin entender. En contraparte, para el autor del Hombre de Vitruvio, hacer bocetos a mano significó la comunión contemplativa con el objeto, la paciencia de descubrir y la inteligencia por comprender.

En Bellas Artes se exhibe su Códice sobre el vuelo de los pájaros que, junto a sus estudios de máquinas para volar, evidencian la pasión del genio por surcar los aires, interés que lo llevó a entender los principios mecánicos de la sustentación a través de la observación del milano rojo, ave protagónica de su primer recuerdo, que siglos después analizaría Freud para extraer los significados ocultos de aquella visión del artista.

Es una paradoja de nuestro tiempo que a pesar de contar hoy con muchísimas más herramientas de aprendizaje que las de Leonardo, vivamos un oscurantismo de virtudes, carencia tan grave en el político como en el habitante promedio, quienes, en general, desprecian el pensamiento multidisciplinario, incluso las artes y la cultura. Las virtudes no se inculcan ni se consideran valores. Botón de muestra: por su buen desempeño académico un chico de secundaria es seleccionado para la escolta de la escuela. Rechaza la invitación y, lo que es peor, su madre lo secunda, porque “en la escolta marchan los tetos” (nadie ha podido definirme el adjetivo, similar a nerd). Si desde jóvenes no es “cool” entender las estrellas, amar la geometría, pertenecer a un club del libro, si no se siembran las virtudes y cultivan los talentos, se explica parte de los males que padecemos como sociedad y país. Urge una virtuocracia.

El toscano de escritura especular convirtió la lectura de sus textos en una experiencia retadora, iniciática, una inmersión al mundo de un genio cuyas virtudes son el verdadero vuelo del hombre.