Desde que el hombre ha sido capaz de medir con precisión el tiempo, nuestras vidas han estado programadas alrededor del reloj. Los avances tecnológicos, parte fundamental de la modernidad, en gran medida existen para hacernos más cómoda la existencia, sobre todo para ahorrarnos tiempo y esfuerzo. Pasar de meses a días a minutos a segundos ha sido una constante del progreso: cada vez tenemos que esperar menos por lo que queremos, cada vez sabemos esperar menos y, en nuestro tiempo, eso tiene nombre: gratificación instantánea, más que una denominación puntual, un fenómeno que afecta nuestra forma de ver la vida, por ello, nuestra conducta.
Ahí, donde había que prender la leña para cocinar, llegó un botón que instantáneamente crea una flama. Cuando había que ir al mercado por leche fresca, llegó un refrigerador para almacenar y preservar los alimentos. Los motores suplieron a los animales; el automóvil nos transporta más rápido pero usa figurativamente “caballos de fuerza” no sólo para expresar potencia, también como una forma de nostalgia. No toda modernidad supera el pasado. El horno de microondas no da un mejor sabor que la leña, de ahí que también se utiliza metafóricamente para hablar de aquello que se hace pronto, pero no tan bien hecho como lo que lleva tiempo.
Vivimos la voracidad de lo inmediato; las nuevas generaciones no saben esperar. La espera de una carta transatlántica podía ser de dos meses, la espera que aguanta un joven hoy para abrir una página web son dos segundos. La fórmula actual es apretar un botón y tener lo que se quiere, pronto, ¿un taxi, comida, compañía?, la modernidad ha hecho de la espera algo obsoleto. La impaciencia es como el clembuterol: tiene efectos secundarios pero además desarrolla frustración. Los matrimonios duran menos ahora que antes. Leer es aburrido y lento, el video es divertido y rápido. Laboralmente, la permanencia en un puesto es más corta hoy que antaño. Los preescolares celebran graduaciones. A querer o no, participamos en una aceleración de ciclos. En buena medida la pérdida de valores en la sociedad se da por esta premura, ¡hay que acumular, ya!, y la ruta convencional del esfuerzo y la honestidad es demasiado lenta. Rebasar es seductor.
La impaciencia como arma de ventas nos ha llevado al extremo; la mejor pizza es la que llega tarde, es gratis. Las empresas prometen plazos de entrega cada vez más cortos. La rapidez como ventaja competitiva augura épocas donde recibiremos el pedido del súper a través de un dron, instantes después de haber tecleado “enter”.
La espera está en peligro de extinción y es, a decir de Harold Schweizer, “un acto de resistencia”. En Sobre la espera, se hace una pregunta aparentemente ociosa: ¿Por qué esperar? y nos invita a reflexionar que la espera no es tan sólo el avance del tiempo que uno pasa, sino algo que debe ser resistido más que transcurrido, sentido más que pensado. La espera, nos dice, no es un retraso inconveniente, tiene sus recompensas, puede ser vista como un escape y liberación del yugo contemporáneo que implica la prisa cotidiana en nuestra vida; la espera como pausa deliberada y contemplativa donde uno puede darse el tiempo de pensar y meditar.
El tiempo es una dimensión central del capitalismo. Como dice Beardsworth “la utilidad relacionada con el capital no es otra cosa que la reducción del futuro a una mínima diferencia con el presente”. De ahí que si “el tiempo es dinero”, la espera, vista como “pérdida de tiempo”, sea un gasto condenable, financiera y éticamente. Sin embargo, este determinismo económico del tiempo tiene sus ironías. ¿No acaso lo que lleva más tiempo tiene más valor? Mientras la gratificación instantánea ofrece disponibilidad total, la inversión en tiempo crea valor a partir de lo contrario, la escasez. Los chiles en nogada son apreciados no sólo porque son sabrosos sino porque no están disponibles todo el año y su preparación lleva empeños delicados donde la prisa no tiene cabida.
Reaprender a esperar es recuperar lo humano. De la espera, la esperanza.