El potencial de magia y misterio de México para atraer turismo es incalculable, tanto que los mexicanos podemos hablar entre nosotros describiendo lugares, rituales y sabores, como si habláramos de un país desconocido, una materia incontenible, indefinible e inacabable, que siempre nos sorprende con un paisaje ante los ojos o un nombre inédito en el plato. Somos el país del hoyo en la regadera de una celda y el diálogo cómico entre el custodio de un penal de máxima seguridad (es un decir) y su superior, pero también la nación de una riqueza cultural digna de exportación.
Somos el país donde se nombra como subsecretario de Gobernación a un tipo de nefasto historial para respetar la ley, pero también el país que nombra como “Pueblo Mágico” a varias de sus poblaciones que reúnen un conjunto de atractivos para el turismo nacional y extranjero, sitios muy bien escogidos que forman parte de un programa creado en el año 2001 (quizá la única gran contribución del gobierno de Fox), para difundir el patrimonio tangible e intangible de México.
Entiendo que hay poco más de 80 Pueblos Mágicos en el país, tan sólo conozco 20 de ellos y mi esposa y yo hemos decidido conocerlos todos. Hace apenas tres días tocó el turno a Tlalpujahua, tan desconocido para muchos como para el corrector gramatical del programa donde escribo estos renglones. Con sólo desviarse 10 kilómetros de la magnífica autopista entre Atlacomulco y Morelia, la planicie de espigas doradas de maíz va quedando atrás mientras se interna uno entre montañas y curvas bien trazadas de una carretera con lejanías creíbles en libros de fotografía de países europeos. No tendremos la precisión suiza, pero tenemos Tlalpujahua.
Lo primero que un Pueblo Mágico hace por ti es bajarte el ritmo, esa intensidad urbana que a punta de acelerador quiere anticipar el paso de todos. Del asfalto al empedrado, desaparece el auto y emerge el peatón. Las calles toman dimensión humana, el paso que descubre detalles y rincones a menos de 10 kilómetros por hora, donde los comercios se anuncian sin el chillante neón y las fachadas son distintas pero comparten identidad, una forma de pasado recuperado en el que se hacen innovaciones con tradición, espacios que en un segundo y simbólico lenguaje hablan de respeto y armonía por la identidad local, en otras palabras, una civilización recuperada.
De raíces prehispánicas, coloniales y mineras, Tlalpujahua ha encontrado una vocación redonda: produce y exporta esferas de navidad, exquisito talento artesanal que tal vez, sin que lo sepas, ha colgado de tu árbol en las festividades decembrinas. México necesita menos políticos corruptos y más esferas navideñas que se hacen en la sierra michoacana. Hija del sincretismo y del tiempo, la catedral de Tlalpujahua es barroca por fuera, neoclásica y mudéjar por dentro. Su estado de conservación es notable, acaso por las reconstrucciones que ha tenido, producto de algunos desastres, como el célebre alud de residuos minerales que en 1937 arrasó con casas, animales y personas, dejando un sepulcro de 30 metros, pero también una historia por contar, en la que hoy se finca buena parte de su encanto y misterio.
Probar unas corundas con verdolagas y carne de cerdo, en el mirador de una terraza elevada, entre techumbres y tejabanes, rodeado de montañas y un cielo azulísimo y encaprichado de nubes, es otra forma de hacer patria, una que necesitamos recuperar para quitarnos de encima que solamente somos un país de corrupción y fugas inverosímiles.
Los Pueblos Mágicos son una muy efectiva forma de hacer marca, generar desarrollo económico e impulsar el turismo nacional y extranjero. Lo mismo podría suceder con los barrios temáticos en las ciudades. Los seres humanos somos consumidores de historias, y los sitios que saben contar su historia (no entendida nada más como la cronología de sucesos sino como el relato que encanta y seduce) atraen con poder magnético. Un Pueblo Mágico es una realidad mejorada.
De súbito, nuestra dura realidad es más frágil que una esfera de Tlalpujahua.