Me interesa, algunos lo saben, el comportamiento humano, especialmente el colectivo, ése que forma un patrón, un molde al que se adhieren, nos adherimos los demás sin necesariamente razonarlo. Entender el mecanismo social de por qué la gente hace tal o cual cosa es entender, en cierta forma, la historia de la humanidad. Estoy convencido que la conducta social es manipulable, lo cual, aunque potencialmente peligroso, también guarda la posibilidad de cambios positivos. Por eso respondo “sí”, cuando me preguntan si, como sociedad, tenemos remedio en México ante calamidades como la corrupción.
Los cambios de conducta grupal pueden tardar generaciones o días, todo depende del contexto. Hace unos cuantos años, por ejemplo, el gel desinfectante era un producto de bajísimo, si no es que nulo, uso masivo. Hoy lo vemos en infinidad de sitios públicos, ya es parte del panorama. La costumbre nos vino de golpe, fue un evento traumático ante la amenaza de un virus letal.
El cine tiene el poder de cambiar conductas y forjar tradiciones, su influencia como instrumento de adoctrinamiento debería estudiarse. Cuando estas letras se publiquen, ya habrá sucedido un insólito desfile en la Ciudad de México. Producto de icónicas escenas de la película Spectre, de la serie del agente 007, se espera la marcha de osamentas gigantes, catrinas y otros símbolos asociados a la tradición mexicana del Día de Muertos. Me parece un acierto que las autoridades capitalicen la inversión cinematográfica en la creación de una nueva conducta que será incorporada a la tradición existente. No se espanten los puritanos, las tradiciones evolucionan, están vivas, su formación es orgánica como las ramas de un árbol.
En la Rua das Carmelitas 144, en la ciudad de Oporto, sucede un comportamiento ritual digno de verse. El punto es el lugar de una centenaria librería. ¿Acaso leen tanto los portugueses? ¿Qué puede atraer a una multitud todos los días a un sitio donde nada más venden libros? La respuesta está en que las cosas valen más por lo que significan que por lo que son. La Librería Lello, considerada por muchos como la más bella del mundo, es un lugar mágico para quienes gustamos de la confortable compañía de las páginas, también para los amantes de la arquitectura y, claro, altar de culto para los fanáticos, y no tanto, de Harry Potter.
Se cuenta que la autora de la exitosa serie vivió un tiempo en Oporto mientras enseñaba inglés y que la librería en cuestión le sirvió de inspiración para crear un colegio de magia, nada menos que Hogwarts, cuya espectacular escalera, dice la leyenda urbana, emula la célebre escalera de la Librería Lello. En materia de comportamiento colectivo las cosas no tienen que ser verdad, basta que lo parezcan. Resulta que 4000 turistas por día visitan esta librería. Bastó con la propagación de cierta información para convertir una estantería en un santuario. Esto me provoca sentimientos encontrados. No dejo de pensar cómo sería una visita a la Librería Lello antes de ser asediada por la multitud que, por cierto, tiene que pagar 3 euros por persona para poder entrar. En la compra de un libro te reembolsan el costo del boleto. Claramente, la mayoría de las personas no entran a una librería sino a un lugar asociado a una historia (Harry Potter), se trata de un juego de símbolos. Así se crea la fama de los lugares, así aparecen los imperdibles en los itinerarios de viaje. El mecanismo que atrae a millones a una mezquita, a la Capilla Sixtina, al Louvre, al Muro de los Lamentos, al Santuario del Tepeyac y tantos más, es el mismo.
Dicen los que saben que una escalera le da personalidad al lugar. Sin menosprecio de sus magníficos estantes, su bella ebanistería, sus lámparas y vitrales y la espectacular fachada estilo neogótico, la Librería Lello es su escalera. Tiene el magnetismo de las lunas llenas, no puedes dejar de verla. Como una gran boca abierta, su lengua roja te invita a subir. En su primer descanso el camino se bifurca en dos espirales que habrán de encontrase nuevamente peldaños más arriba. A pesar de su solidez, tiene cadencia y holgura. Sobre sus escalones rojos esperé una fracción de segundo hasta quedar solo. Luego, como tantos miles, sin pensarlo, me tomé una foto.