Los cartógrafos pueden celebrar, el mapa ha superado al territorio. Si alguna vez la realidad importó y a partir de ella se trazaron cuidadosos planos, vivimos una época donde la representación ha tomado el lugar de lo real. Pido jugo de naranja y me sirven una burda abstracción de aquel, un simulacro, una simulación química que finge el color y el sabor de la fruta. La ocasión no amerita que el mesero aclare que no es jugo de naranja, si acaso te das cuenta, dices “no es jugo de naranja natural”, como si hubiera varias variedades, todas ellas jugo de naranja.
Nuestra cultura ha adoptado las representaciones como reales, ha borrado sus fronteras. El surimi de cangrejo no es de cangrejo, pero es surimi de cangrejo. Lo importante es lo que diga el mapa, no el territorio. Ante la prudencia que debería haber en materia de gasto público respecto a macro obras, el gobierno sigue leyendo el mapa, no el territorio. El tren México-Querétaro va porque va, total, si el mapa no coincide con la realidad, es problema de ésta, no de aquel.
Parafraseando la primera línea de “Borges y yo”, al otro México es al que le ocurren las cosas. El México del territorio puede caerse en pedazos mientras el mapa de México quede intacto; así parece que lee buena parte de nuestra clase gobernante. En “Del rigor en la ciencia”, el autor de El hacedor refiere a gigantescos mapas que terminan en la ruindad del desierto y el olvido. Nuestro caso es inverso, la que termina relegada y en pedazos es la realidad del territorio.
En su ensayo sobre la precesión de los simulacros, Baudrillard refiere la fábula de Borges para dibujar lo que llama hiperrealidad: el territorio ha dejado de existir, sólo queda el mapa, o peor aún, ya no sabemos si es mapa o realidad pues ya no es distinguible el uno del otro, del mismo modo que jugo de naranja es igual a la simulación de jugo de naranja. Dice bien el filósofo y sociólogo francés al señalar que vivimos una suplantación de lo real por los signos de lo real.
Mientras la realidad se hunde, flotan los simulacros. Ahí están las pretensiones políticas de un payaso para ser presidente municipal de Guadalajara, o las de un ex talentoso futbolista que pretende la alcaldía de Cuernavaca; como el partido que lo fichó tiene en la cuerda floja su registro (léase los millones de pesos de los contribuyentes), nada mejor que usar un signo de lo real (el candidato popular) para suplantar a un real candidato popular. Y qué decir del simulacro de legalidad cuando la Presidencia de la República defiende la propiedad legal de otra casa del primer mandatario sin entrar al tema central: ¿hubo o no conflicto de intereses? Cuando en la realidad hay turbulencia, es mejor navegar en el mapa.
Baudrillard diría que estamos en una lucha entre presencias y ausencias. Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir lo que no se tiene. ¿Se disimula que hubo conflicto de intereses?, ¿se simula una capacidad para ser candidato?, ¿se finge cuando a un líquido, producto de la química, le decimos jugo de naranja?
Si un simulacro es un signo sin un referente, estamos llamados a no olvidar los referentes. Que no se nos olvide que jugo de naranja es uno. Que no se nos olvide que buen gobernante no es necesariamente una figura popular. Que no se nos olvide que en una compra legal de una casa sí pudo haber conflicto de intereses. Que no se nos olvide que es más importante la realidad que el mapa. Un estadista es un buen cartógrafo, puede ajustar el mapa para seguir leyendo bien la realidad.
Cuenta David Konzevik que, caminando por Buenos Aires, le parece ver a Borges en la otra acera. Se acerca al hombre para preguntarle “¿es usted Borges?”, y el tipo responde “a veces”. Sólo a los genios se les permite esa dualidad, el resto de los mortales debemos ser lo que somos. México debe aspirar a la grandeza, no puede ser grande “a veces”.
Entre coordenadas y puntos cardinales, el mapa de los políticos mexicanos debería tener una consigna preventiva: “¡Es la realidad, estúpido!”.