Israel no cabe en un libro, menos en dos artículos. Sigo poseído por Jerusalén, la ciudad antigua, un sitio donde la disputa por el territorio físico e ideológico es constante. Mientras caminaba por sus pasillos empedrados, dos policías israelíes fueron abatidos en el Templo del Monte, zona musulmana a escasos metros de un espacio sagrado judío (el Muro de los Lamentos) y otro católico, el Templo del Santo Sepulcro. En este último la disputa territorial es feroz. El templo es administrado por tres corrientes mayores: católicos franciscanos y jesuitas, griegos ortodoxos y armenios, y tres corrientes menores: coptos (cristianos egipcios), cristianos etíopes y sirios jacobitas melequitas. Imaginen un escenario en el que los actores cambian, y cambia la obra.
En el sitio donde estuvo el sepulcro de Jesús (el verbo en pasado es fundamental para entender el cristianismo), hay una especie de templo pequeño, es el territorio de mayor disputa. Termina una misa de griegos ortodoxos, con sus ritos, indumentaria, iluminación, objetos, plegarias y creencias propias, y de pronto el sepulcro es tomado por los franciscanos. Renuevan el altar, conectan su propios cables de luz (cada grupo paga su electricidad), introducen los elementos necesarios para su misa y se dispone todo según sus creencias. Un franciscano, bastante mal encarado, regaña a una monja que espera entrar al sepulcro, le pide que se retire unos metros para no estorbar las maniobras. Los que estamos alrededor no sabemos qué hacer ni a qué hora se puede entrar (esto da poder al religioso, sólo él sabe). La monja no se mueve y el franciscano arremete como toro abanderillado: “¿Qué, no hablas inglés?”. La religiosa retrocede desconcertada. De pronto, a la señal del furibundo, se acerca un “comando” de tres franciscanos altos, como defensas centrales alemanes. Entran al sepulcro y junto con ellos una pareja de adultos laicos. El furibundo cierra la puerta y quienes estábamos esperando entrar entendemos que habrá una misa privada. En la lógica franciscana todos somos iguales, pero hay unos más iguales que otros.
Lo que sucede aquí es una lección de negocios. Los mismos principios que se usan para crear una religión aplican para crear marcas. Se lucha por espacio territorial y también ideológico. Las marcas buscan crecer con sus sucursales que deben estar estratégicamente localizadas. Las iglesias también. Las diferentes corrientes católicas (ya no hablemos de otras religiones) tienen sus propios símbolos de culto. Las marcas tienen logotipos, iconografía propia. Las corrientes religiosas tienen su propia narrativa y alrededor de ella buscan adeptos. Las marcas tienen su propia narrativa y quieren más clientes. Las marcas tienen una promesa central y en ella fundamentan su estrategia de comunicación. Las religiones también. Para ambos, la promesa debe resolver un conflicto existencial. Hay objetos de culto. Hay marcas de culto. Hay mesías fundadores, hay socios fundadores. Las marcas tienen su tienda donde venden toda su simbología. Las religiones también. El paralelismo es tan obvio que aburre. Ah, las marcas tienen clientes VIP, las religiones (al menos los franciscanos) también.
Cuando hay monopolio en las marcas, se tiende al mal servicio; la marca sabe que el cliente no tiene para dónde irse. En el Santo Sepulcro, también.
Termino mi reseña de este gran país con la reflexión de que las grandes marcas tienen principios o valores estratégicos. Los países también. Durante la ceremonia de clausura de la Maccabiah 2017 (los Juegos Olímpicos judíos), tres conceptos se difunden en el evento. No sólo se leen en las pantallas, son repetidos por presentadores y celebridades en los discursos: “Higher, Better, Together”. No se entiende la cultura judía sin estos tres conceptos que ciertamente son genéricos de una comunidad armónica y exitosa.
Los asesinos de los policías también eran israelitas (pero árabes). El sentido de identidad ya no es un pasaporte, es una creencia. Los primeros auxilios los dieron rescatistas del servicio Hatzolah, un judío y un musulmán hermanados por la misma causa-creencia.
El corazón no tiene fronteras. Las marcas (que entienden estos principios) tampoco.