¿Quién detenta en México el uso de la fuerza? La pregunta es fundamental, equivale a cuestionar nuestra identidad: ¿tenemos realmente un Estado? Si viviera Max Weber, la respuesta sería un rotundo “no”. Para el filósofo alemán, un Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima, y precisa que para existir requiere que se conserve este monopolio.
Las agresiones vandálicas a la fuerza pública el pasado 2 de Octubre en la capital del país, son una pésima señal para una nación que se pretende en movimiento. Las únicas señales de “movimiento” son las menciones mediáticas de la campaña del gobierno federal sobre la reforma energética. La realidad es muy distinta al dicho publicitario oficial de “mover a México”, los bloqueos tolerados en la capital están lanzando la señal de “nación detenida, bloqueada”.
Indignan las imágenes de cobardes enmascarados golpeando policías, en el fondo golpearon nuestro estado de derecho. Parece increíble que quienes detentan, por mandato constitucional, el monopolio legítimo de la violencia, contengan a la fuerza pública de una forma tal, que fracturan, como sabotaje, el estado mexicano.
Hace un par de días pregunté a un policía de la ciudad de Chicago cuál sería la consecuencia de golpear a un oficial. Me miró con incredulidad y dijo “Señor, ¿qué clase de pregunta es esa?”, le expliqué que en México unos enmascarados habían golpeado policías, los habían quemado, los habían agredido con palos con clavos, y le comenté finalmente que había una ley en la ciudad capital (promovida por asambleístas del PRD) que impedía que los agresores fueran a la cárcel, más aún, que tuvieran castigo.
El oficial me dijo que en Estados Unidos golpear a un policía ameritaba de 5 a 8 años de cárcel, según los atenuantes del caso (tipo de agresión, antecedentes penales, y otros). Y luego me reviró con una pregunta que no pude responder, la paso al costo a nuestras autoridades: “¿dónde está la raya en México?”
Pues la realidad es que la raya no existe, y cuando existe es movible. Nuestro sistema político se ha alimentado de mover la raya, de alimentar las conductas delictivas al no fijar límites y consecuencias, y lanzar señales de degradación y debilidad. Pongo ejemplos.
Hace tiempo, recomendé a uno de los municipios más grandes de México, comprar patrullas “interceptor”, ya saben, autos grandes, fuertes, poderosos, en lugar de los autos compactos o medianos. En el fondo, la ley, personificada en un policía, no puede dar señales de debilidad con carritos, ni permitir que se le ofenda, menos dejarse agredir.
En Estados Unidos, donde se vive un monopolio de la violencia por parte del Estado, una raya amarilla pintada en el camino es como un muro, los automovilistas saben que si la cruzan están cometiendo un acto ilegal que les acarreará una fuerte sanción. En México no basta pintar la raya, tenemos que poner boyas o barreras de contención, estamos programados para cruzar la raya y encima no tener consecuencias.
Gary Becker, de la Universidad de Chicago, Premio Nobel de Economía 1992, estudioso del comportamiento humano asociado a las ciencias económicas (Behavioral Economics) sostiene que la gente comete ilícitos en base a un análisis racional de tres elementos: el beneficio potencial, la probabilidad de ser atrapado, y el castigo esperado. (Ahora entendemos a muchos políticos).
La “energía para mover a México” no vendrá de una reforma energética. Esa fuerza vendrá el día que un presidente emprenda un plan de choque a nuestro sistema político y cultural, una reforma de transparencia gubernamental y una reforma al sistema de justicia para que empecemos a tener grandes pequeños cambios que contagien una nueva forma de vivir en México. Un sistema de límites y consecuencias que ataque a la impunidad (nutrido, como lo he expuesto antes, desde lo básico: el comportamiento vial).
Permitir que se lastime a la fuerza pública tiene un valor simbólico muy distinto al de tolerancia, una señal que nos explota en la cara: en México quien quiera puede estar por encima de la ley, esa raya frágil, movible, y a veces borrada por aquellos encargados de pintarla.