Por alguna razón que no alcanzo a comprender, los mexicanos somos, en general, mejores para criticar que para hacer. El ejercicio de la crítica nos sienta bien, es algo tan cercano y común como el tequila y el mariachi en una fiesta patria. La crítica no es gratuita, se alimenta de la duda. Por razones históricas somos desconfiados, y en una nación de incrédulos, la duda es el pavimento por donde avanzan las explicaciones. En los mandamientos no escritos de nuestro código cultural se leería: Si algo existe, es sospechoso. Y también: Si algo es demasiado bueno, es más sospechoso.
Hace unos días recorrí un lugar donde se conjugan los motivos, un crisol donde cabe la fe, la ciencia, la esperanza, las muecas de dolor y las sonrisas, los pies inmóviles y los pequeños pasos, el aplauso por un leve movimiento y el silencio ante la postración definitiva; un lugar que oculta mensajes en su arquitectura, ese lenguaje de piedra que honramos tanto de nuestro pasado, salvo que aquí, no baja Quetzalcóatl, aquí, en este lugar, la arquitectura invita al movimiento, ese antagónico de la parálisis que todo lo anquilosa, detiene, agota, mata. Un lugar donde se apuesta por el color vibrante, esa forma tan mexicana de decirle al mundo que somos alegres y festivos.
Este lugar es un sitio de lucha diaria. Pude ver una madre empujando en una silla de ruedas a su pequeño hijo. Entraron a la capilla. La escena era conmovedora, escuché un diálogo silencioso. A unos metros de ahí, en una gran piscina cubierta, varios papás y mamás alentaban los primeros pasos de sus hijos en edad de escuela primaria. A un lado de la alberca, las instructoras o terapeutas dirigían el breve oleaje de una terapia al día.
Se abrió la puerta y me pareció estar en uno de esos espacios de rayos X. Durante mi infancia fui varias veces atendido en clínicas del ISSSTE. Hoy sé lo que es una atención médica en instituciones privadas, pero nadie me puede contar qué se siente ser paciente, o víctima, de los organismos públicos del sector salud. De pronto recordé unas lúgubres salas de espera donde el nombre “paciente” toma sentido fatal, de pronto recordé que alguna vez fui un número de expediente en un fólder descolorido con un escudo oficial donde unas supuestas manos protegen a una familia. Terminado este recuerdo ráfaga de mi pasado, pude ver que en este lugar tan especial, tienen tecnología de punta.
En una pantalla, una doctora me mostraba en tercera dimensión la imagen de la columna más deforme que yo haya visto, bueno, no es que haya visto muchas antes porque no me dedico a eso, pero ella, la doctora, sí, y me dijo que era el caso más grave de, de algo cuyo nombre médico no suena tan severo como la misma imagen, que además podía manipular retirando estructuras y tejidos para ver en profundidad el tipo de lesión. En otro gran salón, un pequeño de unos 10 años era asistido por un robot, una especie de androide o nodriza de movimiento, con la que el niño ejercitaba su cuerpo, simulando un avance real. Gracias a ese aparato, adelantará muchísimo su recuperación.
En el taller de prótesis observé la dedicación con la que varios técnicos elaboraban complejas piezas, cada una distinta de la otra, cada una con un destinatario, hecha a imagen y semejanza de una parte del cuerpo, pero también al de una esperanza.
Este lugar es un centro de rehabilitación infantil. En México hay 22 y debería ser parte del orgullo nacional. Es un modelo de colaboración entre empresas de los medios de comunicación, empresas privadas y la sociedad civil que hoy es referente mundial en su tipo. Atiende a más de 35,000 niños cada día. Tiene una universidad y un hospital de oncología, único en México. Ha recolectado 513 millones de dólares desde que nació en 1997 y necesita más ayuda de muchos mexicanos que hoy dudan y critican. Alabo la labor de Fernando “Chobi” Landeros al frente de Fundación Teletón. Ojalá puedan visitar un CRIT. La duda y la crítica borreguil es la mayor de las discapacidades sociales.
Mientras lees esto varios niños ya caminan.