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El lado oscuro de un poeta

Los japoneses llaman Wabi Sabi a la característica de aquellas cosas que al desgastarse van adquiriendo belleza sublime a los ojos del observador, un proceso natural en el que la materia va develando nuevos rostros, caprichosas formas nacidas del tiempo y del contexto, como páginas gastadas que al releerse son bellas, no necesariamente por lo que dicen, pues tal vez no puedan ser recorridas por el ojo en virtud de su desmoronamiento, sino bellas en función de que se han convertido en otros objetos más allá de sus historias. El día que conocí este término oriental, conocí al escritor mexicano, poeta y editor Alberto Ruy Sánchez.

Por azares del destino, que en este caso tiene el nombre de Horacio Fernández, fuimos convocados junto a otros buenos amigos a conocer la naciente Escuela Nacional de Cerámica, en Tapalpa, sierra de Jalisco, donde se está gestando algo más que una arcilla mejorada. Artesanos mexicanos tienen la oportunidad de aprender cómo enriquecer su técnica y sus materiales gracias a la participación de maestros nacionales y extranjeros. Nunca antes vi tan cerca al istmo mexicano con Fukushima. Ahí estaban Dorotea, artesana oaxaqueña de unos 60 años, aprendiendo de la composición química de la arcillas con el maestro Yusuke Suzuki. Llevaba mi cámara fotográfica con la que intenté captar texturas de diferentes barros, lacas de brillos encriptados para expertos, manos calzadas de arcilla seca, ojos dedicados a entender las claves de la tierra, y al fotógrafo Alberto Ruy Sánchez que como yo, parecía encantado de capturar imágenes.

De la Escuela nos llevaron a un caserío aledaño a Tapalpa, Rosa de Castilla, un lugar de polvo y adobe de esos en los que un viajero precavido nunca se detendría. Entramos a uno de los sitios más rústicos que he visto en mi vida. Flanqueado por algunas paredes de adobe, escasas oquedades que hacen veces de tragaluces entre las tejas, piso informe de tierra, un cuarto oscuro, polvoso y lleno de triques, abundante en piezas de barro y en sombras, sobre todo en sombras, el lugar era un antiguo pero vigente taller de alfarería donde en hornos tradicionales se cuecen las arcillas para crear la loza de cocina, mosaicos y tablillas para pisos y techos, entre otras mil formas más.

Embelesado por el juego de claroscuros, me olvidé del tema central, la alfarería, pues todo me gritaba ¡toma la foto! Por lo que pude ver, lo mismo le sucedió a Alberto. Parecíamos niños en una inagotable juguetería, poetas perdidos entre rimas inéditas, donde cientos de objetos rotos, viejos, cansados de tanto tiempo, cargando un polvo que no pidieron, formaban una mexicanísima versión del Wabi Sabi. ¿Qué complicidades depara el futuro que apenas conociendo el concepto ya tenía la oportunidad de vivirlo junto a un renombrado poeta? Alberto me mostraba la diagonal de un hermoso rayo de luz y yo le pedía que viniera a ver la rudeza de una cadena oxidada sobre la calidez del adobe.

Esta semana la Associated Press retiró el premio que en el anual World Press Photo le había concedido a Daniel Ochoa, quien capturó las fotos que los familiares de las víctimas de los ataques terroristas en París habían dejado en la calle como tributo a sus seres queridos. Las imágenes de Ochoa muestran objetos (otra foto) erosionados por la intemperie, fotografías a las que les escurren gotas de lluvia sobre rostros que ya no lloran, colores corroídos por el sol, una narrativa que da testimonio de la vida y del dolor. La AP, me parece que injustamente, argumentó que Ochoa no tenía el consentimiento de los fotógrafos originales. La serie de imágenes me recordó la de Agustín Garza, una colección de fotos de libros en estado de descomposición, seres que han perdido su encuadernación y echado palabras al polvo, pero que son sutilmente bellos.

En Elogio de la sombra, Junichiro Tanizaki desmenuza el Wabi Sabi, nos previene de lo que brilla, nos mete al silencio y la penumbra, ese espacio rústico y melancólico donde los poetas inventan la luz, son también fotógrafos