Sucedió. Una mujer viaja de Portugal a Londres en una prestigiada línea aérea británica. Su boleto categoría negocios le da beneficios que no tienen los pasajeros viajando “en turista”. Al menos eso cree ella. En pleno vuelo la sobrecargo le dice que no hay suficiente comida y que como ella tiene el menor número de puntos, no le tocará alimento. Lo que el sistema de la aerolínea no reportó es que la mujer tiene 6 meses de embarazo. Afortunadamente un pasajero le cede su plato, pero ya se ha causado un tremendo daño. El “Programa de Lealtad” acaba de naufragar en las aguas de esta mujer que no entiende cómo le pudieron hacer eso. Hay un culpable en esta historia: el algoritmo.
Nuestro mundo avanza vertiginosamente con tecnología que reta la capacidad de asombro incluso de los más jóvenes. Vivimos el embeleso por los datos, los reportes, el sistema que desde una pantalla toma control y ordena según determina la inteligencia artificial. Antes nos escudábamos en razones terrenales, hemos pasado de “me lo dijo el jefe” a “lo determinó el sistema”. El episodio de la aerolínea refleja, por cierto, escenas cotidianas en estas empresas cuyos empleados, la mayoría, parecen poseídos por un algoritmo lejano.
En el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México la información (es un decir) al pasajero es materia para novelas de misterio, drama y terror. Alrededor de sus pantallas “informativas” se juntan los viajeros desconcertados, ven su reloj, no atinan a saber por qué su vuelo dice “a tiempo” y no anuncia la sala de abordaje a pesar de que ya es la hora de salida. En el mostrador de la aerolínea más pasajeros tratan de abrevar información fidedigna. Es mi caso. Le pregunto a la representante por mi vuelo y me dice una hora que no coincide con la pantalla que tiene detrás, una de la aerolínea, no del aeropuerto. Le pregunto que si la pantalla está mal y me dice: “las pantallas siempre están mal, no les haga caso, el aeropuerto es muy lento para actualizarlas, por eso la gente pierde sus vuelos”. Le digo que me refiero a su propia pantalla, la que tiene detrás con el logotipo de su empresa. Me revira sin siquiera voltear a verla: “sí, está mal, yo nada más le hago caso a mi sistema”.
En los últimos años ha habido un auge por lo que en inglés se conoce como STEM: science, technology, engineering, math, disciplinas muy valiosas, creadoras de algoritmos increíbles, pero que al faltarles la perspectiva del mundo real pueden propiciar malas decisiones. Escribe Christian Madsbjerg en Sensemaking: El poder de las humanidades en la era del algoritmo, “nuestra obsesión con STEM corroe nuestra sensibilidad a los cambios no lineales (yo añado: e impredecibles muchas veces) que ocurren en la conducta humana, y reduce nuestra habilidad natural de extraer significado de la información cualitativa (yo añado: y cuantitativa)”. El autor nos previene de los peligros que encierra un mundo en el que la realidad la determina un algoritmo y cita al afamado físico Neil deGrasse: “En la ciencia, cuando la conducta humana entra en la ecuación, las cosas ya no son lineales. Por esto la física es fácil y la sociología es difícil”.
Los Consejos de Administración que nada más revisan números sin tener sensibilidad hacia el contexto de lo humano (los empleados, los clientes) convierten a las empresas en frías máquinas de reportar utilidades. Las ciencias sociales y las artes se ven demasiado blandas para cohabitar entre directivos altamente ejecutivos, calculadores, incapaces de recitar un poema o reconocer públicamente que lloraron en una película o en una sala de conciertos. Los grandes hombres de negocios, como los estadistas son, como lo sugiere Madsbjerg, quienes “pueden entender una hoja de cálculo pero también una novela”.
La actualidad demanda líderes de sofisticación intelectual, individuos con capacidad de pensamiento crítico, fundamental para interpretar al mundo, personas que pueden mezclar números y rimas, utilidades e historia, marketing y antropología, costos y escultura, políticas públicas y literatura, líderes capaces de entender a Buffett pero también a Jobs.
Sin la perspectiva de lo humano, la tecnología no será, el gobierno no será, los negocios no serán. Que un algoritmo no nos cancele el futuro.