Pocas veces vi una tormenta similar. Salí de casa bajo un incipiente goteo, manejé durante un kilómetro y el viento arreció con fuerza inédita. Cuando me detuve en el primer semáforo, la lluvia era tan intensa que ni la velocidad alta de los limpiabrisas era suficiente para ver los siguientes 5 metros. La tromba mecía mi auto y a escasa distancia un enorme poste de metal que sostenía un anuncio vial en forma de “T” yacía en el suelo, torcido como si fuese de una materia tan maleable cual urna electoral en los setentas. Decidí regresar a casa, pero tuve que pasar por avenidas intransitables por el agua y árboles caídos. No era un escenario que no hubiera visto antes en Guadalajara, la ciudad donde no sólo las tortas son ahogadas, también sus calles al volverse ríos. Lo verdaderamente notable para mí fue la rapidez en que una tarde nublada se convirtió en una noche de pesadilla.
Cuando regresé finalmente a casa, un recorrido de 3 kilómetros en 30 minutos, el panoramaempeoró. Caía agua dentro de los baños de las recámaras como si alguien hubiera abierto varias mangueras desde el techo. Los bajantes se habían tapado en la azotea y se acumuló tanta agua que entró por los respiraderos. Cuando bajé corriendo por cubetas para contener el diluvio, la planta baja tenía un fuerte olor a gas y a pesar de los truenos, un amenazador siseo, señal inconfundible de una fuga de gas, hizo que me olvidara de las cascadas en la planta alta. Salí corriendo a la calle esperando una inminente explosión. La fuga, luego me di cuenta, era de la casa contigua, lo cual no disminuía el peligro. Los servicios de emergencia se saturaron. La gente reportaba árboles y postes caídos, automóviles bajo el agua, personas desaparecidas.
Con este recuerdo en mente, sucedido apenas hace unos 3 meses, me apertreché antier esperando lo peor por el huracán Patricia. Hice cosas que nunca antes había hecho. Cerré la llave del gas y fui a comprar baterías para una linterna. Patricia me hizo comprobar varias cosas, una de ellas es que el mejor vendedor de baterías es el miedo. Si una tormenta eléctrica de las varias al año que suele haber en tierras tapatías me había hecho sentir el apocalipsis, qué no haría un huracán que, con disminuida pero mortífera categoría 3, llegaría a la ciudad.
Contra todo pronóstico, el sábado amaneció en reposo. Fuimos advertidos de lo peor y parece que nos tocó lo menos malo. Celebro la atingencia con la que autoridades de todos los niveles de gobierno se aprestaron ante una amenaza nunca vista, pero ¿no podrían hacer lo mismo con decenas de grandes y repetidas tormentas que azotan las ciudades y provocan gran destrucción y hasta muertes? Particularmente Guadalajara es azotada con enorme furia por trombas de las cuales ninguna dependencia advierte. La previsión que se dio en varios estados del país por el huracán Patricia debería quedarse de la misma forma que adoptamos ya el gel desinfectante de manos. Los códigos culturales cambian en situaciones pico.
Otra lección de Patricia es que los pronósticos no son infalibles y el futuro es una ventana impredecible. Se dice que el prólogo de un pronóstico es el pasado. La ciencia, a pesar de los avances y los registros estadísticos, aún no puede predecir las combinaciones de lo improbable, esos inesperados eventos (el cisne negro, diría Nassim Taleb) que nadie ve venir, como la crisis hipotecaria hace unos años en EU. La película Volver al futuro nos hizo ver, en los ochentas, un 21 de octubre de 2015 como un día lejano en que las patinetas voladoras serían parte de la cotidianidad y la ropa haría de las tallas algo del pasado, sería autoajustable. Ni eso ni varias otras predicciones más sucedieron, al menos no para esa fecha.
Lo impredecible es hoy por hoy lo más predecible de la vida. Patricia se formó inesperadamente, de la misma forma perdonó a Puerto Vallarta y a la Perla de Occidente. Carlos Monsiváis dijo: “si nadie te garantiza el mañana, el hoy se vuelve inmenso”. Y así fue el viernes pasado.
Nada nos humaniza como la duda.