Cuando las marcas y las empresas que las abanderan subordinan su accionar a un propósito superior por el cual sus clientes deciden comprarlas, buena parte de su ecosistema se ordena en función de una gran misión relevante. Cuando se pierde de vista este motivo de ser, las marcas abren un frente vulnerable a la competencia. Lo mismo sucede con la política. Los candidatos, los partidos, los gobernantes que pierden de vista la misión, caen en descrédito.
Definir la misión empresarial, de un gobierno o de una campaña política no es tan sencillo como parece. Siempre hay espacio para innovar desde la propia definición de la misión. Con frecuencia la tarea principal a cumplir dista mucho de ser la que el ciudadano (cliente en el mundo empresarial) valora.
Supongamos que en una ferretería pides un taladro, una broca y unos taquetes. El empleado, sensible a tu propósito, te sorprende: “¿no quiere mejor esta bolsa con agujeros?”. O pensemos en una compañía de máquinas para podar pasto. Deciden innovar respondiendo a la pregunta ¿cuál es la misión? Si durante años han respondido “fabricar las mejores máquinas para podar pasto”, han creado un dique mental que difícilmente les llevará a lograr una innovación contundente. Supongamos que alguien ajusta la misión: “lograr jardines bellos al menor esfuerzo”. Luego uno de sus ingenieros desarrolla una semilla de césped que una vez que tiene determinada altura, ya no crece, no hay necesidad de podarlo. ¿Cuántos clientes decidirían por esta solución en vez de la tradicional máquina podadora? Una vez le dije a un amigo, tu misión no es llevar a tus hijos de vacaciones, es construirles buenos recuerdos para el futuro. El propósito inspira las acciones.
Entregar una solución relevante debería estar en la mira de empresas y gobiernos, especialmente de estos últimos que se pierden en un mar burocrático donde es más importante hacer las cosas correctamente que hacer la cosa correcta. El descrédito que vive la clase política se debe a que están muy ocupados haciendo cosas que no inciden en la misión de gobernar: proteger la integridad física y patrimonial de los ciudadanos, y de ahí las subsecuentes: promover el desarrollo económico y social, construir un Estado de Derecho, dar confianza y certidumbre de futuro a los diferentes agentes, etcétera.
Como en una empresa, cuando el director no atina a definir y dirigir el rumbo, debe ser relevado. Sus méritos no son suficientes o adecuados para la misión. Lo mismo debería ocurrir con el gobierno. Aquí es donde el país tiene un enorme reto. No es tanto entrar a un sistema meritocrático sino recalibrar los méritos en función de la misión. Hay muchos gobernantes y políticos que ostentan una posición por el mérito de ser compadre, socio o cómplice de aquel que los designó. El sistema político y social (cultural) mexicano sí es meritocrático, pero no por los méritos que nos convienen a futuro. Si impera desde niños el concepto cultural de “el que no es transa, no avanza”, el mérito es cometer la transa para avanzar.
Un sistema meritocrático debería llevarnos a reflexionar qué es más importante, ¿el modelo de gobierno o el resultado esperado de ese gobierno? ¿Preferimos el pasto que no crece o la máquina de podar? La meritocracia tiene un enemigo natural, la improvisación. Nuestra democracia es vulnerable porque permite a los improvisados llegar al poder y porque idealizamos “el poder de todos” en vez de “el poder para todos”, de modo que una democracia calificada debería permitir sólo a ciertos poseedores de los méritos adecuados llegar al poder. Esto tiene un nombre que asusta: aristocracia, el gobierno de los mejores. Yo prefiero una aristocracia que un sistema democrático donde llegan los peores.
Tener en mente cuál es la misión debe llevarnos a definir cuáles son los méritos. Mientras sigamos creyendo que los méritos para gobernar son los votos originados por una inmensa mayoría que, a su vez no tiene méritos para decidir qué es lo mejor, será difícil tener un renovado perfil político. El asunto es delicado porque toda meritocracia es discriminatoria (lo mismo sucede con la naturaleza). Ni caben todos, ni todos son aptos. Pero todos pueden beneficiarse.
A todo taladro le llega su bolsa de agujeros.