Mi vida transfronteriza revivió esta semana en forma de una enorme burbuja. Durante varios años crucé incontables veces de Tijuana a San Diego y de regreso, una etapa marcada por una franja que separa y une dos mundos, universo contenido en la palabra frontera, límite físico y simbólico en cuyo epicentro está “la línea”.
El lenguaje de la frontera es muy espacial, uno cruza, va al otro lado, se imagina allende la frontera, está acá o allá; es un transitar nunca exento de tensión, la línea es ese espacio de catarsis donde un país trata de contener a otro, una puerta de escrutinio donde las más de las veces hay que hacer largas esperas para no siempre ser recibido con cortesía. En cierta ocasión mi amigo y colega norteamericano Gary Whitlock cruzó conmigo y, ante los rudos modales del oficial gringo, me dijo: “me disculpo por mi país”.
Ahora que en Estados Unidos se han despertado sentimientos racistas y antiinmigrantes, especialmente contra musulmanes y mexicanos, vale recordar que la grandeza del vecino se debe a su multiculturalidad y que los antepasados de las actuales voces intolerantes llegaron, en gran medida, huyendo de donde los hostigaban por motivos raciales. La condición humana es de memoria flaca y ante el miedo y la amenaza que ve en lo otro, construye muros, de la misma forma que muchos de nosotros vivimos amurallados en fraccionamientos residenciales con accesos controlados.
En la frontera norte conocí a José Manuel Valenzuela. De él aprendí la concepción de frontera como ruptura. A partir de la pérdida de los territorios del norte se habla de mutilación territorial, la frontera se vuelve una herida abierta, una fractura que no sana. Ruptura y pérdida, argumenta Valenzuela, son elementos constituyentes del concepto de frontera y dan pie a múltiples estereotipos fronterizos. Por eso el muro al que alude Trump genera tanta efervescencia. Las prácticas divisionistas deben combatirse con información y sensibilizando a los actores sobre las consecuencias adversas (para ellos) de su voto, información que cambie la percepción (y por ende la realidad) de lo que muchos piensan sobre México (por cierto, ¿qué espera el gobierno mexicano para lanzar una campaña mediática en EU?).
Conocí también a Norma Iglesias, profesora del Departamento de Estudios Chicanos de la Universidad Estatal de San Diego, quien de muchas formas me abrió los ojos para entender la frontera. En 2008 coordinó un proyecto entre México, Estados Unidos y Francia, para conocer la forma en que niños norteamericanos y mexicanos, cada quien en su país, percibían la frontera y lo que había más allá de ella. Parte de los hallazgos puede verse en dos cortometrajes animados que los niños crearon, Wacha el Border y Beyond the Border, donde se retrata la percepción del otro en función de las creencias y los discursos sociales, que no siempre coinciden con la realidad, pero que para quienes la interpretan, es la realidad.
Hace unos días aterricé en Tijuana y 10 minutos después de bajar del avión estaba en territorio norteamericano, como si el aeropuerto estuviera del otro lado. Usé el nuevo puente de cruce transfronterizo CBX. Fue mágico. Caminé por la soledad de un largo pasillo iluminado, como un espacio de ciencia ficción donde oficiales norteamericanos me recibieron con inusitada amabilidad (hasta llegué a pensar que seguía en México, pero el retrato de Obama en la pared fue más que elocuente). Gary, te hubieras sentido muy orgulloso de tu país. Fue como si la frontera se borrara. La dinámica binacional Tijuana-San Diego genera grandes beneficios a los dos países, su narrativa debe inspirar el que deje de verse al otro como amenaza para verlo como recurso.
En Wacha el Border, unos niños mexicanos van de San Diego a Tijuana en una enorme burbuja que flota sobre la frontera, en la línea hay una placa que dice: “Aquí estaba el muro fronterizo México-E.U.A. El muro fue demolido el 19 de Diciembre del 2019”.
Muchas veces he cruzado la frontera, nunca antes había cruzado un muro.