El mundo padece de estrés postrumpático. Las tensiones nucleares aumentan y a momentos el botón rojo puede ser un iracundo tuit. Quino lo pintó mejor: Mafalda, junto a un globo terráqueo, le pregunta al oso de peluche que lleva en brazos: “¿Sabés por qué es lindo este mundo? ¿Eheé?”, luego, la pequeña responde consternada: “Porque es una maqueta. ¡El original es un desastre!”. Mafalda y su preocupación por la política mundial fue un tema recurrente en las geniales tiras del caricaturista argentino. El humor y otros escapes banales son necesarios para que los humanos podamos procesar el mundo, construir humanidad. Por eso creo que existe el boliche.
El asunto de los bolos tiene un conflicto de personalidad. Como el ajedrez, que algunos consideran juego y otros ciencia, el boliche se debate entre deportivo y lúdico. En esta bipolaridad está su magia como una actividad a la que conviene ver, de vez en cuando, no como escape absurdo de la vida, sí como respiro a la ansiedad con que vivimos y además, una forma de construir lazos. Ya que no podemos derrumbar todos nuestros problemas, algo de satisfacción se siente al lanzar una bola por una duela encerada, verla recorrer 18 metros y escuchar el inigualable sonido de una chuza.
Mis recuerdos más remotos en el boliche tienen código postal. De niño acompañaba a mi papá a su torneo sabatino en el Bol Naucalpan. La contabilidad del juego era manual. Los diestros en aritmética revisaban las marcaciones en búsqueda de algún error que diera una voltereta en el resultado final. Mis primeros torneos fueron de padres e hijos. Aprendí observando a otros y con los consejos de mi papá. No logré jugar mejor que él y en la mayoría de las veces la presión hizo que mi mano girara de más o de menos en el momento decisivo. Nunca levantamos un trofeo. Luego vendrían las ligas de la oficina y con ellas un par de medallas, aunque insisto, mi promedio ha sido regular.
Me alejé de los bolos por años y regresé con mis hijos. La sobriedad de los boliches de los setenta había sido reemplazada, al menos a ciertas horas del día, por un sitio donde los adolescentes escuchan música con volumen de reventón y las pistas se iluminan psicodélicamente mientras juegas. Por supuesto no se observan las reglas de cortesía y todos tiran simultáneamente. Nadie pierde la concentración porque nadie la busca. El ambiente se hizo más bien de relajo que deportivo. Hice a un lado la ortodoxia y en aras de la convivencia aguanté el barroquismo.
Acabo de conocer una nueva generación de boliches. Son lo mejor que he visto. Están tan ordenados que parecen dispuestos para el día de corte del listón inaugural. Las bolas se exhiben como artículos de colección y el número que indica su peso está de frente y a la misma altura que las bolas de al lado. Ninguna está despostillada. Los zapatos en renta forman una matriz que da pena descuadrar cuando te dan tu par. Las pantallas suman por ti, te dan estadísticas y consejos, te permiten subir tu foto y otros caprichos tecnológicos.
Pocas actividades tienen la nobleza de juntar a nietos, padres y abuelos, jugarse en soledad, con amigos o compañeros del trabajo. Ante la separación que da la cercanía digital, nada mejor que unas líneas en familia. Y funciona de maravilla para integrar equipos de trabajo en las empresas.
Hace poco tuve un inesperado llamado a otro torneo. Era un miércoles cualquiera, diez de la noche, pijama puesta, ganas de apagar la luz y dormir. Sonó el teléfono. Mi hijo mayor me pedía que fuera con urgencia a completarle su terna de jugadores en una competencia de la universidad, de otra forma perderían por default. Acepté a regañadientes, me vestí y en el camino caí en cuenta que hacía años que no jugaba. El desastre podría ser mayúsculo, ser la burla de mi hijo y éste de sus amigos. Llegué al lugar sin tiempo para calentar, apenas pude escoger una bola y ponerme los zapatos. Lo que sucedió después no tiene una explicación lógica. Todos los pinos que no pude tirar con mi papá cayeron ahora. Como en un escenario de realismo mágico, marqué 189 y 191, cifras superiores a mi promedio y muy arriba del resto de los jugadores. Ganamos el primer lugar.
El boliche tiene un lado incomprensible, tiras para construir.