Nunca pensé que podría sentir afecto por una máquina de escribir. Estos artefactos me han perseguido durante varias etapas de mi vida. Recuerdo cuando era niño y acompañaba a mi mamá a realizar algún trámite burocrático, el sonido de las teclas, la campanilla del rodillo que anunciaba un nuevo renglón y el ágil golpe de palanca de incontables secretarias formaron un recuerdo auditivo (como la impronta que nos deja el agudo lamento de la temible fresadora del dentista) que significaba rutina y aburrimiento interminable. Si por ahí había alguna secretaria de manos habilísimas, capaz de escribir sin ver el teclado, me provocaba el asombro de quien ve a un domador del tedio.
La escuela para mí fluyó sin mayores contratiempos, hasta que algún maestro pedía una tarea “a máquina”, entonces el universo se detenía en forma de sufrimiento lento; parir una hoja escrita a máquina implicaba la angustia del dedo sobre la tecla, frecuentemente la equivocada. Poco antes de graduarme de la universidad, un banco me ofreció un puesto como informador de crédito (equivalente a la célula más primitiva en la cadena evolutiva del banquero). Me entusiasmaba la idea de tener oficina y secretaria, claro, con su máquina de escribir, de otra forma no sería secretaria.
Para mi entonces mala suerte, no tuve ni oficina ni secretaria, pero sí máquina de escribir. Mi trabajo estaba en la calle, averiguando referencias de personas, era una especie de sabueso con corbata que tenía que regresar a la oficina por la tarde para escribir tres informes diarios ¡a máquina! Por supuesto que no me gustaba lo que hacía y lo consideraba lejos de mis aspiraciones, escribir a máquina era entonces una labor menor que hacían las secretarias (los jefes dictan, no escriben, así pensaba).
A los pocos años entré a una trasnacional de tres letras, gigante en fabricación de computadoras personales, por fin lidiaría con aparatos más sofisticados. Pero no hay felicidad completa. Algún dedo directivo en el olimpo corporativo decidió que la planta debería producir ¡máquinas de escribir!, mi trabajo era comprar el empaque de esos aparatos, ya no mecánicos sino eléctricos. Las varillas tipográficas habían sido reemplazadas por una moderna esfera rotatoria. Escribir a máquina era el mismo fastidio con menos ruido.
Esta semana mi esposa me regaló una vieja máquina de escribir. Según he podido apreciar es una L. C. Smith fabricada cerca de 1929, en Nueva York. A pesar de la herrumbre, funciona bien. He de decir que yo anhelaba una máquina de escribir antigua, ¿el motivo?, pasé de odiarlas a quererlas.
Uno va recogiendo experiencias en la vida, que aparentemente no tienen sentido, hasta que, como decía Steve Jobs, uno conecta los puntos (siempre hacia atrás, nunca hacia el futuro). Esas experiencias adquieren significado años después. Actualmente disfruto mucho mi trabajo, no tengo oficina destinada para mí, no tengo secretaria, me la paso en la calle investigando comportamientos de personas y escribo. Sin darme cuenta entonces, el destino me preparaba para lo que hoy hago.
Escribo este artículo en mi computadora (sí, de las de Jobs). Al lado, muda y estoica, mi L. C. Smith con su carcaza metálica verde olivo (me dicen que perteneció a un ejército) guarda en su teclado el mismo acomodo de las letras que mi Mac. Son dos tecnologías inmensamente distintas, pero las letras siguen, como puntos cardinales, donde mismo. Sus teclados están a la espera de los dedos, en ese fluir que va de la mente a la mano y luego a la página. Escribir en un teclado me gusta mucho, ahí mis manos se mueven con la soltura de un gato bodeguero sobre las tarimas, mis ojos no necesitan ver cada tecla. Gracias al entrenamiento forzado de mi pasado tengo la habilidad de aquellas domadoras del tedio de mi infancia.
Las máquinas de escribir realmente no han cambiado. Son diferentes para mí porque decidí darles otro significado. Mi nuevo objeto de culto me recuerda que valoramos más las cosas por lo que significan que por lo que son.