Llegué a París y no todo es luz. Por acá está la sede de la Unesco donde hace unos días el gobierno mexicano votó en contra de que se reconozca el vínculo del pueblo judío con uno de sus lugares santos, el Monte del Templo, en Jerusalén. A la cuestionable posición de México hay que añadir la lamentable destitución del embajador mexicano ante la Unesco, Andrés Roemer, un hombre capaz que ha tenido que pagar injustamente los platos rotos por la torpeza de sus superiores. Por si fuera poco, se ha desatado un linchamiento social en contra del ex representante mexicano, que en poca medida atañe al asunto de la votación en la Unesco y es más bien la expresión de un preocupante sentimiento de odio (schadenfreude es el placer derivado del infortunio ajeno).
La naturaleza humana ha cambiado poco con el paso de los siglos. Es el mismo París del odio religioso que terminó en la masacre de San Bartolomé, asesinato en masa de protestantes durante las guerras de religión en el siglo XVl. Es esta la capital que hace unos meses experimentó el extremismo religioso musulmán en forma de terrorismo. La intolerancia es una materia latente en el ser humano, a veces basta el discurso explosivo de un fanático que a través de una inyección de miedo detona el lado oscuro de la gente.
Lo saben los parisinos, su secreto mejor guardado es su volátil clima. Contrario a Londres, del clima parisino no se habla. Por su lado luminoso, es fácil enamorarse de París. Escribo desde el Petit Palais, emblemático museo de la capital francesa. Si tengo suerte y tiempo, espero visitar la tumba de Carlos Fuentes en Montparnasse, también la de Porfirio Díaz y la de Julio Cortázar. Tres figuras de mi devoción. Mientras camino por estas calles centenarias es inevitable pensar en Rayuela, en los recorridos parisinos de Horacio Oliveira y sus encuentros con La Maga, especialmente al cruzar el Pont des Arts que, como viejo bonachón, tiene unos kilos de más, por culpa de los enamorados y de la literatura. El puente luce repleto de los “candados del amor”. Miles de parejas “sellan” su compromiso atorando un candado en los puentes de París, luego arrojan la llave al Sena. Se cuenta que la costumbre inició por la novela Tengo ganas de ti, del italiano Federico Moccia, donde una pareja de enamorados coloca un candado en el puente Milvio, en Roma. De unos años para acá varias ciudades europeas han tenido que soportar la dualidad de esta superstición que se cura con un cerrajero.
Por un lado, estos rituales atraen gran cantidad de turismo, por el otro, comprometen la integridad del patrimonio. El ayuntamiento de París retira hasta 70 toneladas de candados cada seis meses, un sobrepeso que ya ha provocado desprendimientos en puentes históricos, y tal vez más de algún divorcio.
En uno de estos puentes varias parejas se tomaban fotos. Escuché a una mujer reclamar a su compañero que repitiera la foto porque había salido despeinada por el viento. “Observa que salga bien mi cabello”, dijo ella. Le comenté a mi esposa que la foto tenía que ser natural, que el viento era parte del momento. No entiendes bien, me dijo, a las mujeres con cabello largo el tema del viento es importante, ustedes los hombres generalmente no sufren por ello.
En el Palacio de Versalles encontré otro paralelismo. En esta opulenta residencia campirana que Luis XIV mandó edificar en las afueras de París, cuando uno ve tal ostentación, es fácil entender el descontento popular que dio origen a la Revolución francesa. Fue inevitable recordar el escándalo de la llamada casa blanca presidencial en México, no cabe duda que la naturaleza humana sigue siendo la misma, por ello la historia se repite (guardadas las proporciones) en otros tiempos y con otros actores.
En los jardines del palacio caminamos hacia el estanque de Neptuno. Se nos atravesó una pareja de peruanos y lo que escuchamos nos arrancó una carcajada. Entendí siglos de historia en un instante, justo cuando la peruana posaba para una foto y le decía a su compañero: “no te olvides de cuidarme el cabello”.
Soplaba el viento. Si mi esposa me pide una fotografía, no me temblará la mano. París bien vale una foto.