No hay mejor forma de ver el futuro que mirando al pasado. Emanuel, guía panameño, me conduce a través de Albrook, zona de inconfundible sello norteamericano en la capital panameña. Al aproximarnos a las Esclusas de Miraflores, uno de los hitos del Canal de Panamá, Emanuel añade emoción a su voz, habla con el orgullo de quien destapa el tesoro nacional al visitante, obra colosal que el día 15 de agosto cumplirá 100 años de operación, y menos de tres lustros de ser soberanía panameña.
“La vida de este país es otra luego del año 2000”, dice el panameño (refiriéndose al momento en que Panamá tomó posesión del canal), que sigue asombrado con la cantidad de edificios nuevos, carreteras, con la ampliación del canal que estará lista en 2015. No pude dejar de pensar que los mexicanos no hablamos así de Pemex, más que motor nacional, fuente de riqueza para una camarilla, epítome de la corrupción nacional.
Al ver el tránsito de los enormes buques cargueros por las estrechas esclusas, uno queda pasmado ante las posibilidades creadoras del hombre. Hurgar en la historia del canal y saber todas las adversidades superadas es como llegar a un templo donde la fe y la tecnología predican el triunfo de lo posible sobre lo inaudito.
Como si fuera entomólogo en jauja, levanto un pequeño espécimen de esta historia que unió al Atlántico con el Pacífico. El canal estuvo a punto de construirse en otro país. La segunda Comisión Walter, la Comisión del Canal Ístmico de los Estados Unidos de 1899-1902 ordenada por el presidente McKinley, favorecía la ruta por Nicaragua. Un ingeniero francés, Philippe Bunau-Varilla, convenció al Congreso norteamericano y al sucesor del asesinado McKinley, Roosevelt, para construir el canal en Panamá, ¿cómo?, con una táctica que hoy es una gran lección de persuasión.
Bunau-Varilla envió a cada congresista una carta con un sello postal de 1 centavo. El timbre ilustra una parte del territorio nicaragüense donde se aprecia muy activo al volcán Momotombo (nombre de por sí, telúrico), la imagen sembró el temor por la latente actividad sísmica y la mayoría se inclinó por una zona sin ese riesgo.
Muchos años antes, en 1854, Elisha Graves Otis hizo una demostración de ventas para la posteridad. Durante una convención se hizo elevar sobre una plataforma en el lobby de un famoso hotel en Nueva York. Cuando estaba a unos tres pisos de altura y había gente abajo de él observando la maniobra, cortó con un hacha la soga que lo sostenía. Ante la mirada aterrada de los presentes, la plataforma empezó a caer sobre la multitud, pero de pronto se detuvo sin causar daño. Otis patentó el freno de seguridad para los elevadores, y de paso gestó lo que se conoce en el argot de negocios como “Elevator pitch”, narrativa de ventas que pretende seducir e impactar en segundos. Con esto despegó su fama y éxito comercial.
Estuve en Cartagena de Indias, hablé ante unas mil personas, grupo élite de una empresa global de multinivel. Mi reto era motivarlos a no bajar la guardia, entrar en un estado de confianza y soberbia, a pesar de sus triunfos. Estaba yo buscando en mi baúl las palabras indicadas para el mensaje cuando me di cuenta de que en mi muñeca izquierda tenía lo necesario. Cerré mi intervención mostrando mi reloj (reciente obsequio de mi esposa luego de que yo buscaba un reloj vintage); el artefacto no es valioso ni de marca conocida (Germán Dehesa diría que es como un perro café), su rudimentaria gracia es ser de 1950, mecanismo manual: hay que encordarlo todos los días. Dije entonces que así deben ser el hombre y sus motivos, debemos darnos cuerda todos los días, renovar la intención del movimiento. La metáfora provocó más allá de lo que esperaba.
Convertir ideas en objetos demostrativos, seduce. Un sello postal de 1902, un freno de seguridad de 1854, un reloj manual de 1950. Hay objetos que falsamente pertenecen al pasado, nada más están suspendidos para ser activados, convertirse en presente e inspirar personas. Entre más pasado escarbo, más futuro encuentro.