La casualidad, tejedora de circunstancias, ha querido que esta publicación coincida con el Día Internacional de la Mujer. Más que una efeméride, debería ser el inicio de una reflexión de contagio viral, como otra de las casualidades que nos ocupan estos días y que nos llevan a San Blas, Nayarit.
Al calor de una humilde fiesta (se dice que costó más de 15 millones de pesos), el humilde alcalde que se hizo famoso por confesar que (como gobernante) robó, pero poquito, Hilario Ramírez, agita las manos y su prominente tejido adiposo mientras baila con una joven frente a 50 mil invitados. De pronto, entre los músicos de la banda El Recodo, en otro acto de suprema confesión, el alcalde, alias Layín, levanta el vestido a la chica. Ahí están los calzones blancos, pero también el alarido festivo de la multitud. El episodio retrata la violencia de género, oscuro rasgo de la sociedad mexicana.
El alcalde es forzado a disculparse públicamente, pero sus palabras suenan falsas, no percibo un arrepentimiento. Detrás de la justificación hay uno de los códigos culturales más acentuados, reglas no escritas bajo las cuales se rige nuestro comportamiento. Para muchos, la joven agredida es cómplice y/o culpable, pues “iba vestida provocadoramente” o porque “sabemos que el hombre llega hasta donde la mujer quiere” y ella siguió bailando. Detrás de esta “verdad social” con la que se educa al hombre, la mujer es culpable por no haber detenido al varón, éste tiene el derecho de lanzar una ofensiva y aquella de aceptarlo o no, luego, si no lo rechaza, lo acepta. Esto es uno de los códigos más dañinos que tenemos.
La violencia contra las mujeres, en sus diferentes manifestaciones (incluyendo la trata), no sólo no es suficientemente entendida y condenada, es permitida como parte de un sistema social en México y otras partes del mundo. Se estima que hay 2,600 mujeres y niñas Yazidi secuestradas por el Estado Islámico. Cierto tipo de musulmanes (grupos extremistas) ha asesinado a los varones Yazidi, hermanos, padres y demás familiares de las chicas, para tenerlas como esclavas sexuales e incluso forzarlas a donar sangre para salvar la vida de los combatientes islámicos (recomiendo ver el documental de la BBC, Mujeres Yazidi, esclavas del califato). En el peor de los infiernos, hasta hace poco, los mismos Yazidi tenían como código la pena de muerte para la mujer que era violada, como si fuera culpable.
Así como Layín piensa (es un decir) que no hizo nada malo, los talibanes imponen el purdah (estilo de vida que segrega a las mujeres para servir como vientres de cría y atención al hombre, las obliga a no mostrar ninguna parte de su cuerpo y a vivir tras velos incluso dentro de su casa) diciendo que quieren “crear ambientes seguros, donde la castidad y la dignidad de las mujeres sean por fin sacrosantas”. Si bien los contenidos de estas historias son distintos, tienen la misma estructura; del keffiyeh al sombrero ranchero, la agresión contra la mujer tiene el mismo rostro.
En Egipto hay madres que promueven que sus hijas sean mutiladas genitalmente. “Una chica es mucho más responsable de una violación que un chico”, dice sin tapujos el chofer de un autobús en la India, acusado de violar junto con otros hombres a una joven “que merecía una lección” por estar fuera de su casa a las 9 de la noche. Ni este violador ni Layín muestran arrepentimiento, actúan bajo los códigos culturales de lo que se espera de los hombres dentro de su sociedad.
Los gobiernos deben hacer algo más de lo que hacen para detener esta violencia contra la mujer; no se trata de respetar costumbres y tradiciones, se trata de erradicar uno de los grandes males contemporáneos del mundo. En México traemos cuentas pendientes: ¿se castigó al ex líder del PRI en el DF acusado de tener una red de prostitución?, ¿tendrá castigo el repugnante acto de Hilario Ramírez?, ¿y los feminicidios de Ciudad Juárez?, ¿y las desapariciones de mujeres en el Estado de México?
Justificar la agresión es otra forma de agredir.