Los cambios constitucionales de la reforma energética sobre el modo en que la nación aprovecha sus recursos naturales han provocado una efervescencia sin par. Juan Villoro tiene razón cuando dice que para los mexicanos el petróleo equivale a una deidad.
Nuestro joven país (como “México” tenemos poco más de 200 años) es como un adolescente en búsqueda de identidad, pasa por una etapa de indefiniciones y por lo tanto definiciones (a veces somos más lo que decidimos no ser, que lo que decidimos ser). En buena medida, la identidad y el carácter se forjan desde la infancia. Los especialistas hablan de improntas, esos recuerdos que se impregnan a nuestra memoria y condicionan la forma de nuestras reacciones (una impronta es una instrucción para el futuro).
Los mexicanos tenemos un amor-odio por lo extranjero, y mucho de ello se explica por las improntas que el individuo, hoy llamado México, tuvo no sólo en su infancia sino en su etapa prenatal. En La visón de los vencidos, relaciones indígenas de la conquista, se habla del testimonio de Alvarado Tezozómoc quien cuenta que para Moctezuma los rumores de la llegada de “gentes extrañas” (extranjeros) significó perturbación y angustia, se habla también de varios presagios funestos (nótese el adjetivo).
Moctezuma llama a sabios y hechiceros (versión precortesiana del Gabinete presidencial) para consultarles al respecto. Se angustia más al ver que no pueden darle respuesta y él mismo induce los temas cuando ordena “…decidles a esos encantadores que declaren alguna cosa, si vendrá enfermedad, pestilencia, hambre, langosta, terremotos de agua (…) si vendrán muertes súbitas…” El emperador azteca presagiaba lo peor, no lo mejor.
En la escuela nos han enseñado que los Españoles arrasaron con la cultura indígena, antes se aliaron con otros indígenas que odiaban a los aztecas, y además nos contagiaron virus fatales. La impronta que tenemos hacia lo extranjero implica derrocamiento de los dioses, destrucción de templos, dolor, saqueo, enfermedad, traición, muerte. Es entendible que exista un rechazo y cerrazón cuando se habla de permitir a Pemex (el templo) celebrar operaciones (aliarse) con extranjeros (aquí López Portillo vuelve a gritar: “¡ya nos saquearon, no nos volverán a saquear!”).
Este adolescente, México, necesita una terapia para curarse la sensibilidad extrema que tiene a lo extranjero como amenaza y no como recurso. Ver amenazas no es infundado. Un evento que parece confirmar los presagios funestos ha sido la reciente privatización bancaria donde la banca mexicana es mayoritariamente extranjera, una banca si bien sólida y ordenada, es también omisa en su tarea de dar crédito (ya sé que argumentan que la legislación no favorece), y en varios casos ha generado utilidades para salvar a sus matrices en otros países (más “oro para la Corona”). La sociedad mexicana no ha visto la ventaja de tener bancos extranjeros. Es natural que este argumento se use en contra de la reforma energética. Las leyes secundarias serán definitorias.
Por otro lado, lo extranjero significó avance, progreso, cultura, trabajo. Irónicamente, los mexicanos vemos a lo extranjero como peldaño social. Especulo que muchos de los políticos que hablan de “saqueo a la nación” brindarán en diciembre con vinos extranjeros, recibirán regalos diseñados y manufacturados en el extranjero. Sí, los romeritos estuvieron deliciosos, pero hubo bacalao noruego.
San Miguel de Allende es una maravilla de ciudad, tiene lo mejor de México con mezcla de otras culturas, un lugar que ha conciliado sus fobias, donde lo mexicano y lo extranjero se aprovechan como recurso, en una simbiosis cultural magnífica. Lo extranjero no es por definición malo ni bueno. ¿Quién hace más daño al país, el extranjero que invierte, crea trabajos y derrama en México, o el mexicano que no paga impuestos y es corrupto?
Bienvenidos los extranjeros que invierten en México y derraman para los mexicanos, los que elevan nuestras capacidades, los que nos hacen ser un mejor México.