La velocidad es una trampa contemporánea, un juego en el que participamos al empuje de un oleaje tecnológico, una forma de vida que celebra la fugacidad de dos palabras: más rápido. La gratificación instantánea promete desde subir una bastilla, cambiar de color el pelo, tener, en pocas semanas, conversaciones fluidas con rusas, hasta que tu teléfono celular haga lo que quieres, más velozmente que el modelo anterior o la red G del mes pasado (ahora demasiado lenta para los nuevos estándares). Vivimos la era de lo ipso facto.
Cuando era niño, los televisores encendían a fuego lento. Había que esperar que los bulbos se calentaran para que surgiera la imagen desde un punto luminoso en el centro de la pantalla. También había que esperar siete largos días para ver las 24 fotografías de tus vacaciones. Había que esperar que abrieran la librería para conseguir un libro. ¡Había que esperar! Hoy ya no se espera por nada de eso. A medida que las descargas en la web son más rápidas, la paciencia está en peligro de extinción.
Viene bien bajarle el ritmo a la vida, escapar de la vorágine y buscar conexiones más allá del wifi o del celular, artilugio que nos libera y a la vez nos encadena, una especie de cuerda que nos engancha al mundo, sin ella estamos en el vacío más profundo y desolado. Se llama nomofobia al miedo de salir sin celular (no mobile phone phobia). Me confieso nomofóbico; sé lo terrible que es llegar a un restaurante y antes de pedir una bebida, pedir la clave del wifi.
Experimenté varios días sin señal de celular y muy esporádica de wifi. En la laguna de Bacalar, uno de los tesoros naturales de México, se rema lentamente, de la misma forma que durante el día, según cambia la luz, van apareciendo sus siete colores, del amarillo claro (donde el suelo es arcilloso y caminas como entre arenas movedizas), a diversos tonos de azul, el más oscuro en los profundos cenotes, parte de la laguna.
En vez de bajar correos electrónicos me puse a observar aves, tuve que esperar que apareciera una por aquí, otra por allá; no eran parte de una presentación en Power Point donde mi dedo sobre una tecla marca el ritmo.
Hacia el oeste de Bacalar, recorrí las zonas arqueológicas de Kohunlich, Becán y Chicanná, ciudades mayas de notable belleza, inmersas en la espesura de la vegetación. En la selva tropical todo es demasía, los tonos de verde y las texturas de las cortezas, la humedad y los mosquitos. Los rescates arqueológicos de estas zonas implican una enorme labor manual y detallada, el paciente acomodo de piedras y el minucioso registro de los hallazgos y las mediciones. El arqueólogo no cuenta los segundos, sino los meses o los años.
La vida de nuestros antepasados mayas no tenía internet, pero sí momentos de contemplación, otra forma de conexión con el mundo. Las ruinas mayas son habitadas por muchos árboles con raíces a flor de suelo, que al horadar entre las piedras, las abrazan. Una forma de reclamo patrimonial legítimo a cargo de ceibas, caobas, zapotes, el otrora codiciado palo de tinte, palmas de corozo, tzalames, chechenes y chakás. Estos dos últimos encierran parte de la cosmovisión maya, el balance entre lo positivo y lo negativo. El chechén es un árbol cuya savia produce severísimas quemaduras en la piel, que se mitigan al hervir hojas de chaká. A metros de un chechén, hay un chaká. ¿Cuánto tiempo tardaron los mayas en descubrir esta relación? Seguramente muchísimo más de lo que hoy Google tarda en responder una pregunta.
El trayecto nocturno en kayak en la laguna de Chakambakam, para avistar cocodrilos, murciélagos y otras especies, es un ejercicio de contemplación más allá de cualquier resolución en una pantalla. Ver el reflejo de la luna llena sobre el agua, mientras te detienes entre nenúfares y sientes la profunda calma de la noche, bien valdría un ritual de purificación donde todos aventáramos el celular al agua o, mejor aún, al Xibalbá.
He llegado a una certeza definitiva: así como los chakás neutralizan a los chechenes, las lagunas curan la nomofobia.