El de 1974 fue el primer campeonato mundial de futbol que esperé con ansia. El épico de México 70 me tomó a una edad demasiado temprana aunque suficiente para recordar que el verde-amarillo era una combinación letal y se suministraba a ritmo de samba. Entonces ser el número diez era la mayor aspiración dentro de la cancha, hasta que en Alemania la tradición de los once números fijos cambió para siempre y se supo que había algo llamado Naranja Mecánica, una rotación de los jugadores de la selección holandesa donde las posiciones fijas sólo servían para dar la alineación. En ese mundial se alteraron las matemáticas del juego, el catorce se convirtió en el nuevo diez.
Ha muerto Johan Cruyff, quizá el hombre más influyente en la historia del balompié. Mientras otras leyendas, como Pelé y Maradona, se desvanecieron fuera del campo, el caso del holandés es singular, si fue grande en la cancha, fue más grande fuera de ésta.
Presagiando quizá la muerte del artífice del Barcelona triunfador de los últimos años, un artículo de David Winner fechado el 8 de marzo pasado da pistas para entender su trascendencia: “La Iglesia de Cruyff, difundiendo por siempre el evangelio del futbol”, y lo ilustra con una fotocomposición usando como base la icónica pintura de otro genio holandés. En vez de aparecer los rostros originales de La lección de anatomía del Dr. Tulp, la cara de éste es Cruyff y los discípulos son Guardiola, Sacchi, Ancelotti, Xavi, Bergkamp, Stoichkov, Wenger; en medio un balón de gajos pentagonales con el que se ilustra la cátedra.
Hay un leve paralelismo entre Rembrandt y Cruyff. Ambos holandeses, hijos de familias modestas, desde niños se entregaron a su pasión y mostraron un talento especial. En sus años veintes, ya eran maestros con discípulos, uno en su taller, otro desde la cancha. Rembrandt y Vermeer forman parte de una generación de artistas holandeses que en el siglo XVII abrieron para el mundo una nueva perspectiva de la pintura, algo que nadie esperaba. La Naranja Mecánica hizo lo propio al revolucionar un juego que hasta entonces carecía de innovaciones destacadas, sobre todo en lo colectivo.
Cruyff es el equivalente a un filósofo del juego. Tuvo el tino de los iluminados. Su lema bien pudo ser “pienso, luego juego”. En una actividad que privilegia el talento de las piernas, ser cerebral fue su mayor virtud. Aunque nunca fue campeón del mundo, esa nostalgia no demerita su carrera, lo suyo fue más sobre la belleza del juego que sobre los trofeos, fue un artista del balón y de la estrategia. Su pensamiento trasciende la grama: “Calidad sin resultados no sirve. Resultados sin calidad, aburre”. En repetidas ocasiones consiguió las dos cosas.
Uno de los grandes entrenadores contemporáneos, Pep Guardiola, es hechura del holandés. Parte de aquel dream team que formó Cruyff en los noventas, Guardiola, por su entendimiento del juego, estaba llamado a ser el discípulo que eventualmente sustituiría al maestro, una relación de mutuo reconocimiento donde el culé ha confirmado su religión: “Cruyff construyó la catedral, nosotros sólo la hemos cuidado”. El afamado Tiki-taka con el que eventualmente la selección española conquistaría la Copa del Mundo en Sudáfrica 2010 es en gran medida obra intelectual de Cruyff. Nadie como él entendió mejor la geometría del juego; de haber sido contemporáneo, Pitágoras hubiese sido hincha del Barça y admirador de Cruyff.
En otro de sus lances filosóficos, el estratega dijo algo digno de un estadista: “Escoge al mejor jugador para cada posición y terminarás no con un fuerte 11, sino con 11 números uno”. Detrás de su visión de futbol total estaba un profundo entendimiento del juego como asociación, el interés en el equipo por encima del individuo.
El día de la final de Alemania 1974, la CFE tuvo el tino de cortar la luz en mi colonia. Muchos años después aprendí que la emoción es el pegamento de la memoria, quizá por ello no he perdonado a la CFE y quizá por ello Cruyff está en lo correcto cuando dijo: “en cierto modo soy probablemente inmortal”.