En un video que circula por ahí, una señora de condición humilde apela a la potencial comunidad de espectadores para que la apoyen para un trasplante de riñón que necesita su hijo. La petición no es inusual en un país donde hay tanta desigualdad social, salvo por un detalle, doña Marciana Galván Flores, como dice llamarse, menciona repetidamente que “así como andan apoyando a Rubí con tanto alboroto, yo quisiera que me apoyaran, somos del mismo ejido”. Detrás de ese “alboroto” hay una intrincada estructura de redes sociales cuyo efecto “viral” es ampliamente anhelado por directores de marketing, publicistas, políticos, artistas y demás personajes que idealizan una difusión masiva a bajo costo.
Me interesa el caso de los “XV años de Rubí” no como parte de la exacerbada difusión donde el morbo y la burla han sido el motor, sino como un caso de estudio que ejemplifica una condición que siempre ha estado presente en las sociedades humanas: tenemos un valor latente a partir de la posición que ocupamos en determinada red, pero hoy, a diferencia del pasado, ese valor es más visible, más tangible en buena medida gracias a la tecnología. De alguna forma hemos pasado, de los seis grados de separación (teoría que dice que tú y cualquier otra persona del planeta están conectados por un máximo de 6 enlaces), a un botón que articula nuestra red de relaciones de forma inédita.
Conocedores de lo que hoy se conoce como “ciencias de redes”, como Duncan Watts y Alejandro Servín, coinciden en que los fenómenos sociales donde algo se vuelve propagable (que no “viral” o “epidémico”, pues estos términos no necesariamente expresan la voluntad de un receptor en difundir un mensaje) no tienen una receta, es decir, no se sabe cuál es la forma intencional de hacer que un mensaje se propague por las redes, si bien todo lo propagable tiene una lógica en la que informa, educa o entretiene.
El sueño guajiro de los gestores de marca cuando compran una “estrategia viral” gracias a una secuencia de botones donde se transmite contenido pegajoso está lejos de ser posible. Es necesario saber cómo se articulan las redes, cuál es su estructura, quiénes son los nodos o actores y cómo son los vínculos o relaciones entre personas, y esperar un factor “x” circunstancial que detona un mensaje. Así como en algún momento de la historia el telescopio permitió observar fenómenos astronómicos con mayor profundidad, y luego los rayos X hicieron posible analizar las estructuras óseas del cuerpo, hoy los sociogramas (mapas de relaciones) son la “radiografía” de una red social, ya sea de una persona o de una marca. Es a través del análisis de los sociogramas como actualmente se gestan las estrategias de comunicación en las redes sociales.
Sin embargo, inducir la propagación masiva de un mensaje es algo fuera de control y nadie sabe a ciencia cierta cómo hacerlo. Watts ha sido un crítico del afamado autor Malcolm Gladwell quien desde el año 2000 con la publicación de The Tipping Point, cómo algo pequeño puede hacer la gran diferencia, intentó explicar los cambios sociológicos “misteriosos” que producen fenómenos “virales” de trascendencia social. Para Watts, la teoría de Gladwell cautiva y seduce porque nos atrae la idea de algo pequeño que evoluciona y se transforma en algo mayúsculo, de la misma forma que sabemos de historias donde un don nadie se convirtió en alguien importante. Y para Watts, pretender hacer una ingeniería social que propague algo masivamente es una fantasía. Esto es lo que sucedió con los “XV años de Rubí”.
Es apasionante que a pesar de la tecnología y tanta pretensión de predictibilidad algorítmica, existan factores impredecibles, espontáneos para los que no hay una fórmula. Esto hace nuestra vida más humana porque nos permite dudar. Quizá sea más gratificante una vida de dudas que una de certezas. Lo que es indudable es que las redes que hoy vivimos son la posibilidad de materializar algo como nunca antes lo habíamos experimentado; somos potencialmente el siguiente fenómeno de propagación masiva. Y alegra saber que en la conexión con los otros volvemos a rescatar nuestra esencia primitiva, por ello me gusta lo que dice Alex Servín: “nada existe hasta que se conecta con algo”.