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Vivir en la sospecha

Vibrante como las grandes metrópolis del mundo, la ciudad de Nueva York es un monumental laboratorio de observación para la conducta humana. Una ciudad donde la diversidad ha sido uno de sus motores para el progreso, donde la mezcla de razas y visiones ha producido individuos con gran resiliencia y tolerancia a lo otro que, generalmente, ha sido visto como recurso y no como amenaza. Pocas ciudades en el mundo han construido una identidad tan fuerte como Nueva York. La campaña icónica de “Yo amo NY” no sólo produjo un elevado sentido de pertenencia entre los neoyorkinos, también generó una moda para llamar a las ciudades a través de siglas (desafortunadamente esa tendencia nos alcanzó, el hermoso e histórico nombre de Ciudad de México ahora es acortado con el frío CDMX).

El sentido de pertenencia se forja cuando los intereses de una comunidad se practican cotidianamente y tienen relevancia en la vida de las personas. Hoy a los neoyorkinos no sólo los une el ser de Nueva York, también los une el miedo. Los efectos postraumáticos de los ataques terroristas del 9/11 modificaron la forma de ver el mundo de millones de personas. Ese miedo acaso tenga su epicentro en Nueva York.

Desde su cicatriz, Manhattan resurge. En las inmediaciones del abatido World Trade Center hubo una estación de transporte urbano que también fue destruida por los ataques terroristas. En ese sitio hoy se levanta una construcción monumental llamada Oculus, diseñada por el arquitecto español Santiago Calatrava. El interior, asombrosamente blanco, tiene una estructura que semeja el esqueleto de una ballena. Desde el exterior, la enorme cola del cetáceo se sumerge en el subsuelo. El juego de luces, las formas y las miles de personas hacen un verdadero festín para los fotógrafos. Reconforta saber que donde hubo tanta destrucción ahora exista tanta belleza.

La paranoia neoyorkina se contagia. Uno no puede ver un bulto abandonado sin pensar en la siguiente explosión. El sistema de transporte urbano de la ciudad lanzó desde hace varios años una campaña de vigilancia colectiva que hasta hoy persiste: “Si ves algo, di algo” con la que se invita a los neoyorkinos a reportar “actividad sospechosa”, de modo que los enemigos públicos número uno ahora son: paquetes sin dueño o abandonados, personas en actitud rara o vestidas inapropiadamente (así de subjetivo), cables expuestos, personas que atenten contra las cámaras de vigilancia o estén en zonas restringidas. Si bien esto ha creado ciudadanos más conscientes, también los ha hecho paranoicos.

La versión actual de la campaña muestra rostros reales de ciudadanos que ya reportaron algo. Sin embargo cuando uno conoce los testimonios se encuentra que en la gran mayoría se trataba de falsas alarmas, pero donde el temor o incluso terror fueron reales. Es inevitable pensar en Orson Welles y su icónica dramatización de La guerra de los mundos, desde una estación de radio, cuando en 1938 provocó un terror colectivo entre miles de habitantes que sufrieron un shock al creer que los marcianos estaban atacando terrícolas con gas letal y pistolas desintegradoras en Grover’s Mill, New Jersey.

Muchas ciudades en México sufren una creciente ola delictiva. No hemos experimentado actos terroristas pero vivimos con miedo. Una campaña al estilo “si ves algo, di algo” podría funcionar para elevar las denuncias anónimas que permitan una lucha efectiva contra el crimen. Total, paranoicos ya estamos. Entre nosotros ha vivido aquello de “piensa mal y acertarás”, que otrora lo atribuíamos a sospechas más sanas. Cuando veías a tu vecino tirar un bulto a media noche pensabas en que estaba deshaciéndose de su basura, hoy te imaginas un posible cadáver.

Lo que no tenemos en México y sí lo tienen los neoyorkinos es un ingrediente fundamental para un sistema de vigilancia colectiva: confianza en la policía. Se ve remoto que un “si ves algo, di algo” pueda funcionar si al llamar uno le está avisando a los malos.

Dentro del Oculus se le ocurrió a mi esposa que alguien nos tomara una foto. Para no salir retratado con una bolsa en la mano, la dejé a unos 3 metros de distancia. Y súbitamente sentí el peso del bulto abandonado. En aquel enorme hormiguero humano fui potencialmente terrorista.