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Verdades inconfesables

El mundo de los consumidores tiene un punto de paridad con el de los políticos, los verdaderos motivos que empujan la conducta son inconfesables. Para aquellos, las razones profundas están debajo del nivel de conciencia, para éstos generalmente son conscientes. Unos no pueden decir la verdad, no saben que la saben; otros no quieren decir la verdad, asumirla los vulnera. Los consumidores esgrimen razones que les suenan lógicas, muchos políticos traman argumentos con las hebras de la lógica parcial: el cinismo.

En una sesión grupal, los consumidores responden aquello que los dejará mejor parados frente al grupo; ante una tribuna donde se toma protesta, el político hace un juramento escrito en agua: “…y si no lo hiciere, que la Nación me lo demande”. El consumidor difícilmente confesaría algo así: “en realidad no detesto lavar las manchas de mugre en el pantalón de mi hijo, significan que está sano”; a un político jamás le escucharemos un harakiri: “he llegado hasta aquí para que la revolución me haga justicia” (lo más cercano a esto ha sido el célebre “un político pobre es un pobre político”).

Los consumidores operan bajo una simulación que los rebasa, dependen de su naturaleza biológico-instintiva, los políticos operan bajo una simulación pactada, esencia de su condición primigenia. Inmunes a la presión inquisitorial, los políticos resisten la confesión de lo evidente. El presidente de un partido político es incapaz de aceptar públicamente el nombre de quien será su sucesor, aunque haya un solo candidato, porque hay que esperar la convocatoria, escuchar el pronunciamiento de las bases, etcétera. El consumidor está tapado ante la verdad, solo nos describe la punta del iceberg; el político tapa la verdad con su retórica, dice sin decir. Es peligroso creerles a ambos, hay que interpretarlos.

Tengo dos fotografías ilustrativas. Un indigente norteamericano está pidiendo dinero en una calle, levanta una botella de cerveza vacía mientras sostiene una leyenda que, traducida, se lee: “¿Por qué mentir?, necesito una cerveza”. Nada más falso que esta representación de un consumidor que confiesa sus verdaderos motivos. La otra imagen es de un letrero callejero, sobre una cartulina la letra de molde, ajena a la caligrafía educada, anuncia un producto maravilloso: “Crema para quitar lo feo”.

Los productos de belleza usan imágenes de “antes” y “después” para demostrar su promesa. No dicen literalmente “quito lo feo”, pero, ¿no acaso el “después” es prueba inequívoca de que se ha triunfado ante la fealdad? Nunca he escuchado a alguien en un mostrador de productos de belleza decir “quiero crema para quitar lo feo”. La verdad profunda es enmascarada por otras razones: crema humectante, crema antiesto, antiaquello.

Mientras que en el consumidor la motivación profunda se aloja en lo oscuro de su conciencia, en el político se esconde en lo oscurito: un moche, una concertacesión o un pacto de bancada. Para conocer a profundidad a los consumidores se usan las ciencias sociales, con los políticos basta un reportero valiente. Dice el psicólogo Jim Taylor que los políticos mienten por varias razones: su gran narcisismo, saben que sus seguidores los apoyarán incondicionalmente, creen que la gente no quiere escuchar la verdad porque saberla haría más daño, tienen prejuicios cognitivos, han visto que una mentira repetida se convierte en verdad, y finalmente, saben que el costo de mentir es muy pequeño.

En el país donde las cosas no son lo que se dice sino lo que no se dijo, la especulación y la reserva son parte de la canasta básica. El mexicano ha desarrollado una habilidad para dudar, más si la noticia es positiva. Si el político anuncia que el peso se recuperará, la señal es clara, hay que comprar dólares. Revisamos a contraluz los billetes para no recibir uno falso. Dudar de la identidad del otro es de rigor, no extraña que la credencial de elector funcione como una constancia de honestidad. Al menos tenemos una certeza: el estado mexicano es el estado de sospecha.