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¿Quién sabría?

Hay preguntas que justifican una existencia. Tal es el caso de Sarah, apasionada fotógrafa de guerra y uno de los personajes centrales de El tiempo se detiene, de Donald Margulies, el dramaturgo estadounidense que refrenda su condición de ganador del Premio Pulitzer con otra obra de gran profundidad psicológica y humana, donde la fotoperiodista, una mujer cuya vida transita entre el sufrimiento humano y campos minados, es objetada por Mandy, quien al ver una de las imágenes en la que una consecuencia fatal es inminente, critica que Sarah no haya intervenido más que para tomar la foto, argumentando que tal vez pudo hacer algo para cambiar el desenlace.

Sarah, no exenta de culpa moral, responde que su misión es dar testimonio de la vida, no cambiarla. Mandy lanza una ofensiva donde el papel del fotógrafo de guerra es sometido a un escrutinio ético (se ataca al mensajero en vez del mensaje), donde inquiere a la fotógrafa cuál es al fin la utilidad de una imagen que refleja un lado oscuro de la condición humana, su capacidad destructiva, su naturaleza violenta. Sarah responde con una pregunta (la frase que más me impresionó de la historia): “¿Quién sabría?”, en alusión a la potencial ignorancia del hecho que pudo no haber existido para millones pero ahora será conocido (génesis de la rendición de cuentas).

El fotógrafo de guerra se asemeja al buen periodista, en el fondo ambos viven la esperanza de un exterminio, anhelan que aquello que cuentan, no siempre hechos agradables para los lectores, deje de existir por haber salido a la luz ante una sociedad libre cuya combustión, nacida de la chispa incómoda de la noticia, sea capaz de influir para cambiar el comportamiento público de aquellos que ostentan el poder.

Contar noticias que incomodan al poder es privilegio de los medios libres, más todavía, es un deber periodístico ser el contrapeso del ejercicio público del poder, si no ¿quién sabría? En ocasiones he escuchado críticas a periodistas que “nada más cuentan cosas adversas”, a periódicos, como los de este grupo editorial donde tengo el privilegio de escribir, donde “los encabezados son muy negativos”, y me pregunto, ¿no acaso, como el fotógrafo de guerra, el periodista ha de dar testimonio de aquello que quisiéramos que no fuera realidad?, ¿no acaso un paso adelante para que deje de existir es el simple pero enorme hecho de que se sepa? Otro dramaturgo, Arthur Miller, dijo: “un buen periódico es una nación hablándose a sí misma”, de ahí que el diálogo debe ser autocrítico, capaz de tocar los puntos que quisiéramos que no estuvieran pero ahí están, como cuando nos levantamos y al vernos en el espejo comprobamos que no todo lo que vemos nos agrada, pero ahí está, nosotros lo sabemos, y gracias a tener conciencia de ello podemos hacer algo para modificarlo o para aceptar lo que está más allá de nuestras posibilidades. Pero si no hubiera espejo, ¿quién sabría?

En la que tal vez sea su mejor creación, El pintor de batallas, Pérez Reverte cuenta la historia de Faulques, un ex fotógrafo de guerra convertido en pintor, que pretende expiar sus culpas a través de un gran mural, obra casi autobiográfica y eje de un diálogo de gran trasfondo filosófico con uno de sus retratados, el ex soldado croata Ivo Markovic quien, como en el drama de Margulies, cuestiona al fotoperiodista por qué nada más captar el sufrimiento de los otros. Dice Ivo: “¿Sabe lo que creo después de mucho mirar sus fotos?… Que en la guerra, en vez de que la cámara sorprenda a gente normal haciendo cosas anormales, lo que hace es lo contrario. ¿No le parece?… Fotografiar a gente anormal haciendo cosas normales”. A lo que Faulques responde: “En realidad es algo más complejo. O más simple. Gente normal haciendo cosas normales”.

Las buenas notas periodísticas como las fotos de guerra quizá retratan eso, gente normal haciendo cosas normales, pero la incomodidad de saber ese hecho, profundamente perturbador, potencialmente despierta en el lector esa chispa de cambio, de otra forma, ¿quién sabría?