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Pantaleón, digital o papel

Mi relación con los libros no tiene memoria definida. En algún momento de mi infancia alcé la vista y fijé los ojos a través de las puertas de madera con cristal en el librero donde mi papá guardaba nombres que yo leía con esporádica frecuencia, como el maestro que toma lista a su grupo, como el militar que pasa revista a un batallón de plomo. Ahí estaban en el mismo orden de siempre, Vargas Llosa, Borges, García Márquez, Twain, Asimov, Hesse, Jardiel Poncela, Huxley, Salgari, Bradbury, Boccaccio y más.

Leía aquellos nombres, pero no sus libros, me familiarizaba con el color de las ediciones, su tipografía e ilustraciones. ElDecamerón era grueso y de pasta dura, en oposición a la pequeñez de las ediciones de bolsillo de Ray Bradbury y sus narraciones fuera de nuestra órbita. Quizá por eso empecé a leer por ahí, por considerar ingenuamente que los libros pequeños son más fáciles de leer.

Cuando viajo, cargo con uno o dos libros, sin ellos me siento incompleto, temo el momento de ocio en que no pueda leer algo, como las esperas en un aeropuerto o los interminables minutos en una sala donde un médico demora siempre más de la cuenta. Fue hace unas semanas, previo al abordaje de un avión, donde Alex, docto en ciberciencias, amigo y colega, al verme sacar un libro me cuestionó por qué no usaba un lector digital en vez del papel. Luego disparó a mansalva una serie de argumentos con los que me dejó desguarecido (especialmente cuando dijo que el aparato era ideal para leer en la noche, sin prender la luz; me imaginé leyendo sin molestar a mi esposacon el brillo de una lámpara).

Mi transición al mundo de los libros digitales no pudo ser mejor. Estaba leyendo en papel El Extranjero, y terminé de leerlo en mi nuevo juguete. Subrayé digitalmente una frase deMeursaultquien desde su celda reflexiona: “En el fondo no existe idea a la que uno no concluya por acostumbrarse”.

Ahora viajo con decenas de libros y una enorme tienda-biblioteca a merced de unos cuantos botones. Estoy contento, pero me perturba la idea de abandonar el papel. Desde que pude empecé a comprar libros. Muchos más los heredé de mis abuelos. Para colmo, cada vez que visito a mis padres, salgo con una bolsa de libros que mi papá va desalojando de suestantería, una especie de transferencia de archivos analógicos, de su librero al mío. Así, custodio ahora su colección de Asimov. Como es natural, mi librero cada vez demanda más espacio.

¿Son los libros como objeto los que nos atrapan o las historias atrapadas en ellos? A la par que mis pasos infantiles se aproximaban al altar de libros de la casa, mi mamá me servía hígado encebollado en la cocina. Aquel tormento (detesto ese plato), ahora lo sé, dio origen a mis primeras clases de realismo mágico; para poder tragar el nauseabundo bocado, mi mamáme contaba un cuento. Su imaginación era tal que si se hubiera propuesto escribir, hubiera sido la Rowling mexicana. A través de ella conocí desde agujas mágicas hasta mantos de invisibilidad. La historia de los “alacranes encebollados” era mi favorita, aunque nunca le quitó el sabor hepático aplato que las mamás de la época asociaban con crecimientos milagrosos.

Antier visité la casa paterna. Le mostré mi nuevo lector digital a mi papá. Luego de manipularlo lo dejó en la mesa y fue a su librero. Al momento de la despedida sacó varios libros para mí y se jactó con orgullo de que me llevaría una primera edición de Pantaleón y las visitadoras. Le dije que yo podía bajarlo para leerlo digitalmente, después de todo, es un libro especial para él. Su respuesta fue contundente mientras agitaba el libro “aquí vas a leerlo en una primera edición”.

Los lances de Pantaleón Pantoja ya están en mi librero, y yo me siento feliz de que luzca atiborrado. Desde un burócercano, el lector digital nos mira con recelo mientras yo experimento una certeza: son las historias las que nos transforman, nos llevan por sitios insospechados y nos dan herramientas para la vida; aunque haya hígado encebollado.